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El morrión fue un tipo de casco usado por los conquistadores españoles en América

La leyenda negra antiespañola que inventaron los anglosajones

El libro “Madre Patria”, de Marcelo Gullo Omodeo, desmonta el movimiento propagandístico desde Bartolomé de las Casas al separatismo catalán

Estimado lector: le propongo realizar un viaje hacia las fuentes de donde surgen muchos de los fenómenos que hoy vemos. Un viaje al pasado para volver al presente, ese presente que hoy nos aflige, llevando un mejor bagaje de hipótesis explicativas con las que partiremos a indagar el futuro. Presente-pasado-presente-futuro han sido siempre las coordenadas de mi método al escribir mis libros. Le invito a navegar hacia las fuentes, pero le advierto que ese surcar el mar del tiempo nos llevará inevitablemente a aquel momento decisivo de la historia de todos los países hispanoparlantes, de uno y otro lado del Atlántico, que es el descubrimiento, la conquista y el poblamiento de América.

Le debo prevenir también del hecho de que ese viaje hacia las fuentes no se puede realizar sin establecer un adecuado marco conceptual que explicite la importancia del poder cultural en la lucha que las grandes potencias han sostenido –y sostienen– por la hegemonía mundial. Es preciso también dar cuenta del papel decisivo que ocupa la subordinación cultural en la política exterior de los Estados, una subordinación que siempre utilizan como instrumento para la imposición sutil de su voluntad. Asimismo es importante establecer la diferencia teórica que existe entre imperio e imperialismo, porque en ella radica la posibilidad de comprender que no fue la codicia la que movió a España a conquistar América, tal y como predicaron constantemente, a lo largo de la Historia, los enemigos de España.

Más dificultades que Ulises

Tanto para los españoles americanos como para los españoles europeos navegar hacia las fuentes implica más dificultades y desafíos que las que Ulises hubo de afrontar cuando intentaba volver a su patria. Y esto es así porque nuestra historia ha sido deliberadamente tergiversada. La leyenda negra de la conquista española de América constituyó el principal ingrediente del imperialismo cultural anglosajón para derrotar a España y dominar Hispanoamérica. Vargas Llosa, de quien nadie podría sospechar simpatías franquistas o abrigo de viejos sueños imperiales trasnochados, afirma que «contribuyó a la extensión y duración de la leyenda negra la indiferencia con que el Imperio español, primero, y, luego sus intelectuales, escritores y artistas, en vez de defenderse, en muchos casos hicieron suya la leyenda negra, avalando sus excesos y fabricaciones como parte de una feroz autocrítica que hacía de España un país intolerante, machista, lascivo y reñido con el espíritu científico y la libertad».

Buscando el huevo de la serpiente, el filósofo marxista José Hernández Arregui, a quien nadie en su sano juicio podría acusar de «falangista», llega a la siguiente conclusión: «El menosprecio hacia España arranca de los siglos XVII y XVIII como parte de la política nacional de Inglaterra (...) Es un desprestigio de origen extranjero que se inicia con la traducción al inglés, muy difundida en la Europa de entonces, del libro de Bartolomé de las Casas: “Lágrimas de los indios: relación verídica e histórica de las crueles matanzas y asesinatos cometidos en veinte millones de gentes inocentes por los españoles”. El título lo dice todo. Un libelo».

En definitiva, la leyenda negra, a través de la cual se produjo la subordinación cultural pasiva de España, que dura hasta nuestros días y que la lleva a no reconocer a sus hijos y a preferir en su suelo a los rubios teutones o, en Cataluña, a los descendientes del antiguo invasor, fue la obra más genial del marketing político británico. Entendemos también que no es fácil comprender que el pasado explica el presente. Y a usted, con razón, le preocupa el presente. Por eso, a estas alturas, seguro que quiere preguntarme: «Don Marcelo, ¿qué relación podría existir entre el deterioro de los salarios en España y la leyenda negra? ¿Qué relación podría existir entre el separatismo catalán, que amenaza con hacer implosionar la unidad de España, y la leyenda negra?...». Y, así, usted podría seguir preguntándome durante un buen rato y mi respuesta siempre sería la misma: que esa relación existe, aunque usted no lo sepa.

Escucho ahora la voz de un lector venezolano que me pregunta: «Profesor, ¿qué relación hay entre las manifestaciones indigenistas que en la ciudad de Quito, capital de Ecuador, obligaron al presidente Lenin Moreno a abandonar la ciudad y a huir a la ciudad de Guayaquil y la leyenda negra? ¿Qué relación hay entre la situación de Argentina o de México –países que teniéndolo todo no son nada– y la leyenda negra? ¿Qué relación hay entre la miseria y el hambre que sufren hoy los venezolanos y la leyenda negra?...». Y mi respuesta vuelve a ser la misma: esa relación existe, aunque usted no lo sepa.

Cansado ya usted de esta introducción, mi querido lector español, podría preguntarme: «Bueno, ¿y de qué nos sirve conocer la verdad o la falsedad de la leyenda negra de cara al futuro?». Y yo, un poco enojado, le contestaría: «Sirve para que China no convierta a España en un parque temático y a ustedes en los extras de la película que vean los chinos cuando vuelvan a sus casas. Para que mañana y pasado mañana, usted, sus nietos y sus bisnietos puedan, en cualquier barrio de Madrid, Sevilla o Alicante, seguir tomándose en las cálidas tardes de julio una caña o un tinto de verano. Porque solo una inmigración masiva de hispanoamericanos podrá salvaguardar a España, que ya tiene una pirámide funeraria de un trágico final anunciado, y hacer entonces que España siga siendo España. Pero eso requiere de una profunda reconciliación entre los españoles americanos y los españoles europeos, una reconciliación para la cual hay que terminar con el mito de la leyenda negra, con lo que coloquialmente en Argentina denominamos «zonceras» –esas ideas dominantes que no nos dejan ver la realidad tal cual es y que son repetidas «ad nauseam»– relativas al genocidio de los pueblos originarios, a que España no descubrió América, a que Cortés conquistó México porque tenía dos arcabuces, cuatro perros y diez caballos, a que en Perú, antes de que llegara el cruel Pizarro, había un paraíso comunista donde todos los pueblos sometidos por los incas comían, bebían y danzaban alegremente». De todas esas «zonceras» me propongo hablarles en este libro, porque constituyen el núcleo duro de la subordinación cultural que sufrimos desde hace más de doscientos años.

Tapas de ibéricos

Escucho de nuevo la voz del lector venezolano: «¿Profesor, y a nosotros, todo eso de ayudar a España y terminar con el mito de la leyenda negra, qué diablos nos importa?». Y yo le contesto: «Bueno, a mí me importa porque en los años que me quedan de vida, que espero sean muchos, quiero seguir visitando España y seguir disfrutando en Madrid de unas tapas de jamón o chorizo ibérico con una caña, o en Segovia de un cochinillo con un buen vino, y que no me pase como me ocurrió en Cherburgo-Octeville, un pueblecito perdido del norte de Francia, donde, en el único bar que estaba abierto para cenar algo, me dijeron que ahí no se servía ni vino, ni cerveza, ni jamón, ni embutidos, ni ningún producto que fuera francés. El pueblecito parecía Francia, pero ya no era Francia».

Claro que, si me tranquilizo un poco, podría darle otra respuesta: nosotros los hispanoamericanos –e incluyo nuestros hermanos brasileños– no estamos divididos porque seamos subdesarrollados, sino que somos subdesarrollados porque estamos divididos. Y hoy el fundamentalismo indigenista, que tiene su raíz en la leyenda negra y se expande como un huracán que lo destruye todo a su paso, amenaza con provocar una nueva fragmentación territorial de la ya inconclusa nación hispanoamericana, lo que terminará haciéndonos aún más subdesarrollados.

La propagación de la leyenda negra y del indigenismo fue parte sustancial de la política exterior de Gran Bretaña, de Estados Unidos y, curiosamente, de la Unión Soviética. Todos esos «buenos muchachos» que cada 12 de octubre desfilan por las calles de Lima, Santiago de Chile o Buenos Aires contra la conquista española de América, siendo lo mejor que tenemos, porque son jóvenes idealistas, son al mismo tiempo la mano de obra más barata del imperialismo internacional del dinero, que utiliza el fomento del indigenismo para realizar una nueva balcanización de Hispanoamérica.

Los más originales pensadores hispanoamericanos, que en este libro englobamos bajo la denominación de la «generación de la indignación», como José Enrique Rodó, José Vasconcelos, Manuel Ugarte o Manuel Gálvez, se manifestaron contra el mito de la leyenda negra. Ninguno de los grandes líderes populares de Hispanoamérica fue indigenista ni partidario de la leyenda negra: ni Hipólito Yrigoyen, ni Juan Domingo Perón, ni Eva Perón, ni Víctor Raúl Haya de la Torre... Ni siquiera el mismísimo comandante Fidel Castro fue partidario de la leyenda negra, aunque, muy a su pesar, tras el acuerdo con la Unión Soviética y su «conversión» al comunismo, tuvo que ponerse el uniforme «negrolegendario». Pocos saben que el mítico Che Guevara admiraba a los conquistadores. De todos estos temas trata este libro, porque todos ellos tienen relación con el destino tanto de los españoles americanos como de los españoles europeos.

Por último, estimado lector, me gustaría que supiera que no tengo ningún vínculo sanguíneo con España. Mis cuatros abuelos nacieron en Italia, unos en el norte y otros en el sur. Por mi abuelo materno, militante comunista y compañero de Antonio Gramsci, sentí siempre un profundo cariño, y a él le debo mi vocación por la política. Durante mi infancia jamás le escuché hablar de España, y mi padre maldecía siempre a su «paisano» Cristóbal Colón –al que le gustaba llamar Cristoforo Colombo– por haber pedido ayuda para su soñado viaje a los Reyes Católicos y no al rey de Inglaterra.

Sin embargo, debo confesarle dos cosas: la primera es que tuve una abuela «postiza» –«abuela de cariño», dicen en Perú– a la que quise entrañablemente, doña Ricarda Marcos de Martín, nacida en Miranda del Castañar, un pueblecito de la provincia de Salamanca perdido en el tiempo. Doña Ricarda me crio como a su propio nieto y fue en su casa donde por primera vez escuché hablar de «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha». Ahora que lo pienso bien, es una suerte haber tenido una «abuela» castellana. La segunda es que uno de mis apellidos es Castrogiovanni, evidentemente un soldado español que se quedó en Sicilia e italianizó su nombre y apellido. A veces me gusta imaginar que aquel Juan Castro que se quedó en Italia fue compañero de armas del Gran Capitán, don Gonzalo Fernández de Córdoba. Nací en la ciudad de Rosario, a orillas del majestuoso río Paraná, que en guaraní quiere decir «río hermano del mar», y soy, como ya se habrá dado cuenta, argentino y, por tanto, un español americano. Porque la lengua en la que sueño, pienso, amo y a veces odio es el español. Por ello, nada de lo que acontezca en España y en Hispanoamérica me es ajeno.