Viajes
Francisco de Orellana no traicionó a nadie
Repasamos el convulso viaje que llevó al explorador extremeño a ser el primer europeo en navegar el Amazonas, una odisea oscurecida por la conocida “traición de Orellana”. ¿Cuáles fueron los verdaderos motivos que le impulsaron a abandonar a Gonzalo Pizarro?
Esos aventureros extremeños
Algún hechizo debió poseer a los extremeños durante los primeros años de la conquista de América. Un hechizo de los buenos, de los que dan fuerza y engrandecen a los hombres. Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa, los hermanos Pizarro... En los párrafos de la historia española en el continente americano sobresalen los nombres de extremeños como si España no tuviese más tierra que su extremo. Quizás fue esta la razón que impulsó a Francisco de Orellana, natural de Trujillo, a seguir los pasos de gloria que caminaron sus paisanos. Cruzó el gran océano hasta tocar Centroamérica en torno al 1527. Participó en numerosas batallas durante aquellos primeros años, hasta perder un ojo y ganarse el apodo de El Tuerto. Fue nombrado gobernador de Culata, en el actual Ecuador, tras apoyar a Francisco Pizarro en su conflicto contra Diego de Almagro por la posesión de Cuzco.
Era un líder nato, curioso por naturaleza. Formaba parte de un estilo de hombre tallado con una madera diferente a la del resto, más noble y embellecida, y por su ágil mente pululaban constantemente dos leyendas: la del País de la Canela, territorio mencionado por leyendas aztecas donde parecía haber fuentes inagotables de la codiciada especia, y El Dorado, la ciudad mitológica que arrastró a la perdición a numerosos conquistadores. Orellana procuraba tratar con amabilidad a los indígenas que se cruzaba en sus incursiones, ansioso por aprender sus tradiciones e incorporarlos debidamente a los nuevos territorios españoles, él no los engañaba ni utilizaba de malas maneras. Quizás fue por estos atributos que Gonzalo Pizarro, hermano del célebre conquistador Francisco Pizarro, le ofreció acompañarlo en la expedición que partiría en busca de ambos reinos en 1541. Un hombre noble, en cuya honradez se podría confiar si las cosas se torcían, siempre viene a mano cuando se parte en busca de los mitos.
La expedición al País de la Canela y El Dorado
Acordaron reclutar hombres y encontrarse en Quito para comenzar la marcha. Hasta 200 españoles y 4.000 indígenas se unieron a la expedición. Pero cuando Orellana llegó a Quito con su compañía de 23 hombres, descubrió asombrado que Pizarro había comenzado la expedición varios días antes. Muchos le aconsejaron que abandonara la empresa. La selva era por entonces un misterio intrincado y oscuro que los hombres evitaban si no era con un ejército a sus espaldas. Orellana se negó, Orellana ordenó preparar los caballos. Cabalgaron sin descanso hasta alcanzar a Pizarro en el Valle de Zumaco. Se desconoce la conversación que debieron sostener ambos exploradores, pero el resultado fue que Orellana perdonó rápidamente a Pizarro su arranque de ambición y continuaron juntos la marcha. Porque Orellana era de una madera diferente al resto de los hombres. Él no conocía el rencor, ni las maldades.
La expedición siguió el avance, castigada por el fantasma del hambre y las enfermedades. Setenta días después encontraron el supuesto País de la Canela, que ciertamente contaba con árboles del tipo deseado, aunque tan dispersos entre sí que su explotación no saldría rentable en términos económicos. No desistieron, continuaron su búsqueda de El Dorado. Ocho meses después de haber salido de Quito, la expedición ya había sido diezmada por las enfermedades y el hambre acechaba, siempre con una crueldad salvaje, sobre ellos. El Dorado no aparecía por ningún lado. Únicamente la selva verde y pequeños poblados sin valor para los exploradores. Finalmente se llegó a una decisión: Pizarro continuaría el viaje por tierra con el grueso de la tropa, mientras Orellana construyó un bergantín que navegaría las aguas del río Coca, afluente del Napo. Pero la selva fue demasiado brusca con los hombres y se negaron a continuar. La expedición parecía abogada al fracaso.
Según narra fray Gaspar de Carvajal, cronista del viaje, Orellana propuso una solución a sus compañeros para salvar la expedición. Junto a un reducido grupo de hombres, continuaría río abajo con el bergantín en busca de alimentos, mientras Pizarro esperaría con el resto a que regresase para abastecerle. Así lo pactaron. En nadie confiaba Pizarro más que en Orellana para desempeñar semejante misión.
¿La traición de Orellana?
Fueron doscientas leguas de navegación hasta que encontraron alimentos en un poblado a las orillas del río, en la región de Ymara. Durante el viaje, los hombres tuvieron que alimentarse del cuero de sus ropas para no fallecer de inanición, y relata fray Gaspar que de no ser por las palabras de ánimo que les dedicaba Orellana, la catástrofe habría sido inevitable. Pero bajo el comando de El Tuerto, continuaron. Doscientas largas leguas hasta Ymara. Apenas quedaban 48 hombres vivos. Cuando encontraron los víveres, estalló una fuerte discusión entre Orellana y su tropa. Él pretendía cumplir su promesa y volver atrás para rescatar a Pizarro, mientras que los demás abogaban por seguir río adelante, ya que no faltaría demasiado hasta llegar al océano Atlántico. Decían que volver atrás, navegando a contracorriente, supondría una muerte segura. Incluso firmaron un documento donde argumentaban las razones de su decisión.
Tras someterlo a votación, la decisión fue tomada y continuaron río abajo, abandonando a Pizarro y los suyos a su suerte. Este es el suceso conocido por los cronistas como “la traición de Orellana”. La de un hombre noble que no tuvo otro remedio que salvar a su tropa, o incluso dejarse arrastrar por el pánico de ellos para no morir inútilmente. Ya estaba bien entrado el 1542 y hacía un año desde que salieron de Quito. Lo que ninguno de ellos sabía es que todavía faltaba siete veces el camino recorrido para llegar a la desembocadura de aquél monstruoso río que navegaban tras salir de sus afluentes. Una bestia incomparable al Tajo o el Ebro, que bien conocían los españoles.
Comenzó entonces una odisea digna de competir con la de Ulises. Por el camino les acechaban tribus indias en extremo belicosas, lanzando dardos envenenados desde las orillas del río a la indefensa tripulación. El hambre era una dificultad constante, las enfermedades supusieron su día a día. Apenas un puñado de veces consiguieron desembarcar en las orillas para hacerse con víveres, en ocasiones recurriendo a una violencia que avergonzaría a Orellana los años siguientes.
Las amazonas
Incluso fueron atacados por una extraña tribu compuesta únicamente por mujeres guerreras, ya en el punto más ancho de este río de pesadilla, mujeres altas y pálidas con las cabelleras largas sueltas sobre los hombros. Un indígena que los acompañaba explicó la historia de estas mujeres. Eran guerreras que vivían en poblados sin hombres y apenas se relacionaban con ellos para reproducirse. Si una de las guerreras paría un niño, lo degollaban inmediatamente; de ser niña, la instruían en el arte de la guerra. Orellana recordó, ojeroso y enfermo, el mito griego de las amazonas, y tomó la decisión de nombrar aquel enorme río en su honor. Amazonas.
1.600 leguas después de haber abandonado a Pizarro, la expedición desembocó en el mar, subió bordeando la costa y atracó definitivamente en Nueva Cádiz, el 11 de septiembre de 1542. Orellana corrió entonces a España para dar cuenta a Carlos V de la hazaña realizada y la incorporación de las nuevas tierras descubiertas a la corona, pero la recepción del monarca fue más fría de lo esperada. Pizarro había regresado varios meses antes a Quito, al mando de 80 hombres en estado lamentable, y ya había informado a la corte de la traición de Orellana. El Tuerto podría haber enseñado el documento en el que sus hombres le obligaban a continuar río abajo y abandonar a Pizarro, pero Orellana estaba hecho de una madera diferente al resto de nosotros. En su mente no cabía culpar a sus compañeros de su desgracia, aunque tras un largo juicio fue absuelto de los cargos que le acusaban. Y es por esto que Francisco de Orellana no traicionó a nadie. Si acaso se traicionó a sí mismo cuando decidió que su honor, que tanto sudor y sangre le había costado ganar, tenía menos valor que la vida de cualquier hombre. Una clase de valentía escasa en los líderes de la España actual, que insisten en mirarse vanidosos al espejo antes de recordar a los grandes hombres que les precedieron.
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