Octubre de 1934: cómo interpretar esta fecha más allá de la revolución
El otoño de 1934 evoca en el imaginario colectivo, como en una metonimia, la «revolución de Asturias» de la que se cumple 90 años. La realidad fue más compleja
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El 4 de octubre de 1934, Alejandro Lerroux, líder del Partido Radical, anunciaba la formación de Gobierno con tres ministros de la CEDA, la derecha «accidentalista» católica. Ese fue el detonante para un llamamiento del PSOE a la huelga general en todo el país. Cumplían así los socialistas una amenaza que llevaban aireando desde las elecciones de finales de 1933 que dieron la mayoría a las candidaturas del centro republicano y de la derecha posibilista.
Tras un bienio de gobiernos republicano-socialistas, el cambio de ciclo político había provocado una reversión del programa reformista. Tocaban momentos de contraofensiva patronal y de vaciado de la obra legislativa socialista. La conocida como «radicalización» del PSOE, que llevó a sectores del partido a cuestionar las posibilidades de desarrollar su programa político dentro del marco republicano, mucho tuvo que ver con un sentimiento de frustración –«traición»–. La izquierda burguesa y ciertos sectores del republicanismo moderado consideraban que la entrada de la CEDA en el gabinete suponía entregar el régimen –por definición modernizador– a sus enemigos. Más aún, las organizaciones obreras percibían que se abrían las puertas al fascismo, una lectura en la que pesaban los procesos de destrucción de las democracias, por vías formalmente legales, en toda Europa a manos de los autoritarismos. No era solo la Alemania nacionalsocialista o la Italia fascista. En Austria, el socialcristiano Dolfuss, que accedió al poder en 1932, comenzó a gobernar sin el Parlamento y formó un embrión de partido único, mientras mantenía estrechos contactos con Mussolini. El hostigamiento a las organizaciones obreras condujo a la socialdemocracia austriaca a una acción insurreccional defensiva en febrero de 1934 y después a la ilegalización.
Pues bien, para las organizaciones obreras, Gil Robles y la CEDA representaban un caso análogo. ¿Era real esa amenaza? En historia, los hechos que no se consuman son difíciles de analizar. Sirva que aquella era una organización –una coalición, de hecho– en la que convivían desde la democracia cristiana a sectores abiertos al autoritarismo y a la «fascistización».
Los objetivos de octubre de 1934 no son fáciles de interpretar, a pesar de que sabemos que el PSOE, ya en enero, se había dotado de un «programa revolucionario» socialmente avanzado y que su amenaza tenía un carácter defensivo/preventivo destinado a disuadir del acceso al poder a la derecha antirrepublicana. El sector centrista (Prieto) pretendía la vuelta a la conjunción republicano-socialista, la izquierda (Largo Caballero) hablaba de revolución social –de una forma quizá difusa–, mientras las juventudes acariciaban la idea de «dictadura del proletariado». En cualquier caso, el PSOE nunca tuvo ningún atributo propio de un partido revolucionario.
Más allá de las instrucciones de la dirección socialista, que se propagaron de forma muy desigual, las distintas manifestaciones de octubre de 1934 hay que valorarlas según las particularidades de los escenarios. El llamamiento tuvo una acogida sobre todo urbana, aunque en la mayor parte del país se limitó a una huelga pasiva con conatos insurreccionales en determinadas poblaciones. En el campo tuvo muy escasa incidencia incluso donde el sindicalismo agrario era fuerte, porque el anarcosindicalismo se había inhibido y porque la FETT socialista sufría la desarticulación y represión tras el fracaso de la huelga campesina de junio. Madrid, el País Vasco, Cataluña y, naturalmente, Asturias fueron los escenarios donde la revolución tuvo repercusión, aunque con notables diferencias.
En Madrid, el paro tuvo un considerable seguimiento y obligó a la militarización de servicios públicos, pero la acción insurreccional, protagonizada ante todo por las juventudes socialistas, fracasó pronto hasta quedar reducida a esporádicos saqueos mientras se mantuvo la huelga. En el País Vasco, las organizaciones socialistas, de tendencia mayoritariamente prietista, tenían una considerable fuerza y también se sumaron los comunistas. La huelga general, con un carácter revolucionario, prendió por las zonas industriales y mineras de Guipúzcoa y Vizcaya, y en los casos de Eibar y Mondragón lograron hacerse por breve tiempo con el poder local.
Cataluña presentó claras diferencias derivadas de las particularidades de su sistema político. En este caso, la insurrección social la protagonizó una Alianza Obrera en la que el socialismo no era el elemento hegemónico. Más importante aún, a ella se sumó una rebelión de corte catalanista desde las propias instituciones, desde la Generalitat, cuyo fracaso tuvo como consecuencia la suspensión del autogobierno hasta febrero de 1936.
En cambio, la gran insurrección proletaria sacudió durante dos semanas Asturias, con claros rasgos de revolución social y que se saldó con un millar y medio de víctimas. Para comprender esta escalada, sin parangón en ninguna otra parte del país, no debemos perder de vista algunos factores específicos de la realidad asturiana: años de conflictividad laboral en el sector minero habían dado lugar a una clase obrera organizada combativa y, en este caso, unida –socialistas, anarquistas y comunistas–. El desafío obligó a medidas sin precedentes: la llegada de refuerzos de la Legión y los Regulares para sofocar la revolución.
Las dimensiones y las secuelas del octubre asturiano alimentaron dos mitos contrapuestos para el futuro: el de la épica revolucionaria y el de la barbarie revolucionaria, ambos con sus mártires, que terminaron laminando la complejidad de los sucesos de octubre de 1934, los cuales han aflorado por su potencial movilizador durante estos noventa años en distintos momentos y que aún dificultan su comprensión histórica.
El franquismo argumentó, para justificar la sublevación militar de julio de 1936, que este había sido el comienzo de la Guerra Civil. No en vano, la Ley de Responsabilidades Políticas, que dio cobertura jurídica a la represión de posguerra, enjuiciaba con carácter retroactivo los acontecimientos desde el 4 de octubre de 1934. En realidad, la marcha hacia la guerra no era irreversible y 1935 fue un año de reacción a octubre desde el Gobierno por cauces perfectamente constitucionales y de realineamiento de las fuerzas políticas a izquierda y derecha que se acabarían midiendo en un proceso electoral en 1936. Lo cierto es que octubre de 1934 se entiende mal desde sus mitos y mejor desde sus causas, que se remontan a la conflictividad sociolaboral de 1932-1933, a la pugna política por un programa reformista y a un contexto internacional en el que sobre las frágiles democracias europeas de entreguerras se cernían poderosas amenazas.
- "[[LINK:EXTERNO|||https://www.despertaferro-ediciones.com/revistas/numero/libro-historia-revolucion-octubre-1934-ii-republica/|||Octubre 1934]]" (Desperta Ferro), de Jesús Jiménez Zaera, 680 páginas, 28,95 euros.