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Historia

«El Quijote», una obra de culto para quienes no lo practican

Mucho se ha discutido sobre si su protagonista es descendiente de cristianos, sin mezcla conocida de moro, judío o gentil

La representación constará de cinco escenas sacadas de "El Quijote" Comunidad de MadridLa Razón

Advierte con razón mi admirado Antonio Muñoz Molina que «El Quijote», cuya primera parte se publicó en 1605 seguida de la segunda en 1615, conviene leerlo en verano. Y no solo por disponer entonces de más tiempo para esparcirse con la obra cumbre de la literatura española y para muchos también universal, traducida a más de ciento cuarenta idiomas incluidas las versiones al castellano moderno, sino en especial porque todas y cada una de las andanzas del intrépido y trastornado caballero discurren, por increíble que parezca, en pleno estío. Así que, llevado por el certero consejo de Muñoz Molina, he recorrido yo también ahora los campos de La Mancha o la agreste Sierra Morena como en el sueño de una noche de verano, parafraseando a William Shakespeare. Puedo asegurar así que no es lo mismo acompañar a don Quijote y Sancho en tiempo soleado y caluroso, como ellos lo hicieron, que emprender juntos la aventura en cualquier otra estación del año, razón por la cual Cervantes se decantó por la canícula.

Comprender «El Quijote» sin explorar la vida de su autor es del todo imposible; no se entiende el uno sin el otro. Contaba veinticuatro años el autor cuando recibió tres disparos de arcabuz en la batalla de Lepanto, dos de los cuales le alcanzaron el pecho y el tercero le convirtió en manco de por vida y con tal sobrenombre –«el manco de Lepanto»– pasó a la Historia. Don Quijote, por su parte, quedó malherido también con cincuenta años a causa de una somanta de palos tras la cual Sancho, apiadándose de él, dio en llamarle «el Caballero de la Triste Figura». Y no acabo ahí la cosa: tiempo después, Cervantes fue apresado a la altura de Marsella por tres corsarios berberiscos y encarcelado luego en Argel; como el cura y el barbero enjaularon a Don Quijote para hacerle entrar en razón y solo descorrieron el cerrojo, bajo palabra suya de caballero de no escaparse, para que pudiese atender a sus necesidades más primarias.

Pero si algo llama poderosamente la atención de «El Quijote» es que en una sociedad tan descreída como la actual y aun siglos antes, la obra que Thomas Shelton tradujo al inglés en 1612 y 1620 –primera y segunda parte, respectivamente–, y que hoy puede leerse hasta en coreano y guaraní, sea una obra de culto aun ensalzando a Dios y al cristianismo. Cervantes abrazó la fe católica desde su mismo bautismo, celebrado el 9 de octubre de 1547 en la Parroquia de Santa María la Mayor, en Alcalá de Henares. Fue incluso camarero del cardenal Acquaviva en Roma, miembro de la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento, y tomó el hábito de la Orden Tercera de San Francisco. Desde su nacimiento hasta su muerte, acaecida en 1616 con sesenta y ocho años, sobrevivió a catorce papas, desde Paulo III hasta Paulo V, reinando entre ambos Julio III, Marcelo II, Paulo IV, Pío IV, San Pío V, Gregorio XIII, Sixto V, Urbano VII, Gregorio XIV, Inocencio IX, Clemente VIII (en cuyo pontificado se publicó la primera parte de «El Quijote») y León XI. Ahí es nada.

Mucho se ha discutido sobre si don Quijote es o no un «cristiano viejo», es decir, descendiente de cristianos, sin mezcla conocida de moro, judío o gentil. En mi modesta opinión no tengo duda de que lo es, como Sancho. «Cristiana nueva» es, en cambio, la mora Zoraida, que en realidad dice llamarse María en honor a la Virgen y de quien se añade que pronto recibirá el bautismo porque «en el alma es muy grande cristiana». «El Quijote» rezuma también citas evangélicas como la referida por Lucas: «Gloria sea en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»; o la extraída de la segunda epístola de Santiago, cuando don Quijote le dice al canónigo: «Es muerta la fe sin obras». En otro pasaje se dice con elocuencia: «Fuimos derechos a la Iglesia a dar gracias a Dios por la merced recibida».

Y por si quedase algún resquicio de duda, Cervantes hace a Sancho profesar a viva voz su fe sin remilgos ni respetos humanos: «Creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana». Previamente, su amo y caballero habla también por boca de Cervantes: «Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro dijo que su yugo era suave y su carga liviana».

El refranero popular

De «El Quijote» nace la literatura moderna que hoy conocemos, y también los refranes, esos dichos tradicionales tan oportunos, que expresan una afirmación, una advertencia o un consejo a veces con rima, como recuerda la Real Academia Española de la Lengua. «El consejo de la mujer es poco, y el que no lo toma, un loco». La obra es un océano de refranes tan conocidos hoy como este y acuñados a comienzos del siglo XVII por Miguel de Cervantes Saavedra: «Más vale un diente que un diamante», «el hombre propone, y Dios dispone», «la experiencia es madre de la ciencia», «más vale a quien Dios ayuda que al que mucho madruga», «a Dios rogando y con el mazo dando», «a quien Dios se la diere, san Pedro se la bendiga», «quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda», «los duelos con pan son menos», «hoy por mí, mañana por ti»...