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De Richard Strauss a von Karajan: los músicos que apoyaron el Tercer Reich de Hitler

Pedro González Mira publica un ensayo sobre los músicos que pivotaron alrededor del Führer en un periodo convulso pero de gran florecimiento musical

Adolf Hitler 1889-1945. German politician greets Gustav Heinrich Ernst Martin Wilhelm Furtwängler (January 25, 1886 – November 30, 1954) was a German conductor and composer World History Archive
Adolf Hitler 1889-1945. German politician greets Gustav Heinrich Ernst Martin Wilhelm Furtwängler (January 25, 1886 – November 30, 1954) was a German conductor and composer World History Archive Afp

Que Europa quedara destrozada durante medio siglo por las dos grandes guerras que la sacudieron, no fue razón suficiente para que la música continuara alcanzando un formidable desarrollo. A pesar de ser un periodo extraordinariamente convulso, la música floreció en todo su esplendor, sobre todo en Alemania, una de las protagonistas esenciales de la contienda, que musicalmente venía de un camino iniciado por Bach y transitado luego por Mozart, Haydn, Beethoven, Mendelssohn, Schumann, Brahms, Wagner… para desembocar en pleno nacionalsocialismo con una explosión creativa nueva que rompía con la tradición romántica, es decir, con la armonía tradicional.

«Parece que las adversidades agudizan la creatividad y, efectivamente, es bastante sorprendente que desde el inicio de la I Guerra Mundial, hasta el final de la Segunda, con el periodo central de la República de Weimar, se produjera un florecimiento cultural tan grande en Alemania, era tremendo que hubiese tres grandes teatros de ópera en Berlín actuando simultáneamente, la gente difícilmente podía ir al mercado a comprar y sin embargo seguía yendo a la ópera, lo que supone un acicate para analizar sus razones». Esto manifiesta el profesor, crítico musical y escritor Pedro González Mira, que en su tarea divulgativa acaba de publicar un magnífico ensayo «Los músicos de Hitler» (Berenice), secuela de su anterior publicación «Los músicos de Stalin» (Berenice), que de alguna manera constituyen «un hilo conductor para la música centroeuropea del siglo XX», como reza el subtítulo, porque «todos los acontecimientos de la segunda mitad son consecuencia de la primera, el núcleo duro de todo el desarrollo musical de la centuria se produce en esos 50 primeros años», afirma.

El libro se centra en compositores y directores del área alemana que, antes o después, se situaron en la esfera del poder nazi. A González Mira le hubiera gustado referirse «a otros componentes musicales, sobre todo cantantes, que también tuvieron mucho protagonismo en el periodo, pero sería demasiado prolijo para un libro divulgativo asequible a todo tipo de lector». Aunque arranca con Wagner y su enorme influencia, el autor se centra en dos figuras clave en esa dialéctica entre la música del pasado y la del futuro: Richard Strauss y Arnold Schönberg, «dos compositores cruciales que, además de estar relacionados con este periodo, definieron los vectores fundamentales del desarrollo musical de la Europa del siglo XX». Sin embargo, la invasión nazi llegó a otros países y no olvida a dos compositores que considera imprescindibles, el francés Olivier Messiaen y el húngaro Béla Bartók.

En un principio fue Wagner, comienza González Mira. «Aparte de ser quien más influye en otros compositores, empiezo por él porque gran parte de la actividad musical en Alemania en el periodo de entreguerras tiene el protagonismo directo de Hitler y los herederos de Wagner, hay una relación estrecha, casi administrativa, entre el hitlerismo y ellos. Para Hitler, Wagner fue la gran excusa cultural para justificar su revolución nacionalsocialista, era un ferviente admirador de su obra porque muchos personajes de sus óperas se mueven en unos presupuestos muy afines con la ideología nazi –explica–. Desaparecido el maestro, Hitler tuvo una relación intensa con su hijo Siegfried, sus nietos, y, sobre todo, una relación íntima con la esposa de Siegfried, Winifred Wagner, que fue su amante».

Se ha dicho que el compositor es el padre musical del nazismo «y es cierto que influye de forma importante porque Wagner construye toda una epopeya alrededor del nacionalismo alemán y las virtudes de la raza aria y eso al Führer le gustó mucho y lo tomó como excusa para desarrollar sus teorías políticas. Muchas veces afirmó que el mayor responsable de la revolución nacionalsocialista tenía nombre y apellidos y era Richard Wagner, pero dicho así es un poco fuerte –afirma González Mira–, me parece muy discutible y hay que cogerlo con cuidado, pienso que, más que su música, la verdadera influencia la tienen sus herederos y se desarrolla desde Wahnfried, residencia de la familia Wagner, pero sobre todo desde Bayreuth, el festival, del que Hitler se ocupó muy personalmente para que persistiera, a base de insuflar cantidades ingentes de dinero, puesto que su estado financiero era pésimo. Sin su ayuda directa no habría sobrevivido», asegura el crítico musical. Pero, ¿era Wagner judío? «Se ha escrito mucho –explica–, muchos autores sospechan seriamente que fuera hijo de judíos, pero nunca se pudo demostrar, lo que sí está muy documentado es su radical antisemitismo, muy evidente en sus libros, en uno de ellos sobre el judaísmo en la música, realiza un ataque furibundo a los judíos y se mete con Mendelssohn de manera muy mezquina y eso para Hitler fue un punto de partida importante».

La gran discusión

Discípulo querido de Wagner fue Richard Strauss, cuya relación con Hitler y el régimen nazi fue objeto de muchas controversias. «Su colaboración fue directa, fue nombrado director general de música y aceptó, trabajó para el régimen con su segundo Wilhelm Furtwängler, que sería desnazificado posteriormente. Strauss actuó siempre en beneficio de sus intereses y de su música y si para eso había que ser nazi, pues lo era, pero también hay que entender otros aspectos de su vida, tuvo serios problemas con su nuera, que era judía», explica el autor. Aunque Strauss no fue el único artista que decidió quedarse, la explicación que dieron para colaborar con el nazismo fue porque creían que se hacía más por la música alemana desde dentro que exiliándose, aunque a veces muestran grandes contradicciones al defender a artistas y músicos judíos, por ejemplo, Furtwängler se la jugó haciendo una defensa numantina de Paul Hindemith, al tiempo que agachaba la cabeza ante las autoridades hitlerianas, era una de cal y otra de arena».

Lo que está claro es «que la toma nazi del poder puso a los artistas en la tremenda disyuntiva de decidir si quedarse en Alemania o irse al exilio, los puso contra el paredón al tener que elegir cuál de las dos cartas jugar, ¿el exilio, negando el nazismo, o participando para que la música siguiese funcionando? Esa es la gran discusión –plantea González Mira–, ¿quiénes fueron mejores, quiénes moralmente más defendibles? Yo he procurado no tomar partido, que es lo difícil», asegura. Y se pregunta: «¿Richard Strauss habría tenido las oportunidades de componer el inmenso legado que dejó para la historia si se hubiera ido? El ejemplo contrario es Schönberg que sí se exilió, ¿habría desarrollado su música igual quedándose? Son indemostrables, pero seguramente su desarrollo sería muy diferente. Aun así, ambos dejaron una obra descomunal, tanto Strauss como Schönberg suponen una herencia musical absolutamente pasmosa, impresionante».

Pero no solo fueron ellos, para el autor, «entre los llamados segundas espadas, hay músicos que es necesario reivindicar, sobre todo, el grupo de los condenados a ser artistas “degenerados”, capitaneados por el gran Paul Hindemith, junto a Krenek, Eisler, Paul Dessau, o Alexander von Zemlinsky. Hitler construyó un gran listado y fueron apartados simplemente por ser judíos o por utilizar procedimientos y fórmulas compositivas no acordes con el régimen, desde 1933, toda manifestación artística que oliera a judío, negro, bolchevique o comunista, fue apartada de los circuitos oficiales y calificada de “arte degenerado”, como el jazz, y esta censura influyó muchísimo en la música alemana, porque alguno siguieron componiendo como Hindemith o Zemlinsky, pero otros fueron invitados amablemente a ingresar en campos de concentración y en hornos crematorios. ¿Cuál sería la historia de la música alemana sin esa masacre terrible de autores en los campos de exterminio? –se pregunta–. Sin embargo, hubo “degenerados” que plantaron cara a los nazis dentro de Alemania, como Kurt Weill, y fuera, como Olivier Messiaen, en Francia, que compuso dentro del campo de concentración una de las músicas más importantes del siglo XX, el “Cuarteto para el fin del tiempo” o Béla Bartók en Hungría, un hombre que se apartó de la línea histórico-académica alemana del siglo XIX, para fijarse en el estudio del folklore y la música campesina».

El último capítulo está dedicado a directores de orquesta alrededor del III Reich. González Mira cita una veintena de ellos que pivotaron alrededor del Hitler y jugaron también un papel importante en la vida musical alemana del periodo, casi siempre al borde de la militancia en sus maneras de concebir las obras, de Furtwängler a Toscanini, pasando por Rudolf Kempe, Hans Knappersbusch, Bruno Walter y Herbert Von Karajan, con notables diferencias entre ellos. «Furtwängler y Karajan eran totalmente antitéticos, igual que Toscanini, dirigieron en Bayreuth y se pelearon bastantes veces por su radical diferencia política –Toscanini era antinazi y un antifascista absoluto–, y por su manera de dirigir –explica–. Karajan, en cambio, era un nazi convencido, se hizo famoso rápidamente influenciado por los nietos de Wagner, que lo metieron en la reapertura de Bayreuth en 1951, pero como director estaba muy por debajo de la calidad Furtwängler, aunque de mayor acabaría convirtiéndose en un grandísimo director. Furtwängler y Karajan acabaron en los juicios de desnazificación, de los cuales salieron casi indemnes, porque estos procesos fueron duros, pero no tanto para los músicos, la única condenada fue Winifred Wagner con un castigo leve, una pequeña multa y la prohibición de dirigir y de dirigir el festival de Bayreuth», concluye.

Schönberg o el «pecado» de la atonalidad

González Mira dedica un capítulo al «pecado de la atonalidad» del austriaco Arnold Schönberg, «autor maldito, rompedor y proscrito por el nazismo. La gran diferencia entre Strauss y él es el principio de atonalidad, es decir, la ruptura de los procedimientos originales armónicos que perduraron hasta finales del XIX. Los primeros atisbos de atonalidad están en el último Liszt y, sobre todo, en el Wagner de “Tristán e Isolda” y eso es lo que de alguna manera recoge Schönberg llevándolo hasta sus últimas consecuencias al inventar el sistema dodecafónico, dando acomodo a la disonancia y convirtiendo los números matemáticos en creaciones musicales, una escritura atonal, no basada en la armonía tradicional, que realiza magistralmente. Su herencia es la llamada Segunda Escuela de Viena con Alban Berg y Anton Webern, dos músicos muy diferentes discípulos de Schönberg».