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Crítica de clásica

Wagner regresa al Teatro de la Maestranza con un "Tristán e Isolda" ilustrado

Alex Aguilera presenta una nueva producción de esta clásica historia de amor entre la princesa irlandesa y el guerrero córnico, en el templo de la dramaturgia sevillano

Los cantantes Stuart Skelton (Tristán) y Elisabet Strid (Isolda) en el Teatro de la Maestranza
Los cantantes Stuart Skelton (Tristán) y Elisabet Strid (Isolda) en el Teatro de la Maestranza Guillermo MendoGuillermo Mendo

Obra: «Tristán e Isolda», de Wagner. Intérpretes: Stuart Skelton, Elisabet Strid, Agniezka Rehlis, Markus Eiche, Fernando Campero. Director de orquesta: Henrik Nánási. Director de escena: Alex Aguilera. Teatro de la Maestranza, Sevilla, 30-IX-2023.

Nueva producción de esta obra maestra es la que ha presentado el Teatro sevillano, lo que tiene su mérito. Como lo tiene el que las tres funciones previstas se estén desarrollando con excelentes entradas. Mérito que hay que reconocer asimismo a la producción firmada por el hispano-brasileño Alex Aguilera, creador de potentes imágenes, fantasioso enhebrador de situaciones, que planifica sus escenografías y montajes a partir de una lectura atenta y minuciosa del libreto y de las circunstancias musicales.

Fruto de este de seguro atento examen es la plétora de ilustraciones que pueblan el discurrir de la representación, en busca sin duda, cara al oyente espectador, de una información directa y suficiente que le permita penetrar en los secretos de la composición, compleja donde las haya desde un punto de vista musical, con dominantes alejadas, notas satélite que actúan de tónicas, lo que promueve una ambigüedad finamente calculada que discurre envuelta en un exacerbado cromatismo. Por no hablar de las cadencias interrumpidas, las agregaciones complejas, las resoluciones ambiguas, elementos que revisten a la partitura de una formidable potencia y de una lacerante expresividad. Y del concepto de melodía infinita.

Aunque la narración, inmersa en esa vorágine musical, resulta a la postre bastante lineal, más allá del significado profundo que tengan los hechos, los gestos y las reacciones. La música, el canto, el tratamiento armónico nos lo dicen todo o casi todo y favorecen en teoría la imaginación del oyente-espectador. De ahí que pueda considerarse que un exceso de subrayados pueda llegar a ser hasta perjudicial y nos distraigan en ocasiones del flujo de la música, que es lo que creemos sucede en esta ocasión.

Desde el principio se trata de informar y de introducir al espectador en el drama para lo que se arbitran multitud de añadidos no siempre eficaces y que aparecen ya, en una producción eminentemente videográfica, nada más empezar el Preludio y de sonar el célebre tritono. Vemos una y otra vez la espada rota, el trocito alojado en la cabeza de Tristán (Tantris), el caballo; siempre con el mar como fondo, ora encrespado, ora tranquilo. Se nos presenta una y otra vez la corona de Marke, que penderá durante la parte final del segundo acto, cuando los amantes son descubiertos. En el tercero, con el mar dramáticamente encrespado, Aguilera saca a un bailarín de la danza japonesa llamada Butoh, que se contorsiona dramáticamente sobre un fondo oscuro. El regista argumenta que ve una relación entre ese espectáculo oriental, que explora temas como la muerte, el sexo la locura, a los que Wagner prestó atención. Es una idea.

Con tanto añadido, que trata de explicar un amor más allá de la muerte - con las proyecciones incesantes siempre hay un fondo marino móvil-, se marca en demasía el significado de una historia que no necesita tanta parafernalia. Más allá de que todo esté realizado con cierta elegancia y mesura y de que la escenografía presente elementos de interés, como esa plataforma central de la acción o los paneles laterales. Las proyecciones de la cambiante vegetación pueden ser eficaces en determinados momentos. La marcha de Isolda al final, vestida de novia, hacia el fondo de la escena, envuelta en una luz cegadora, no nos convenció.

El foso, de la mano del húngaro Nánási, funcionó a medias. La batuta marcó bien y fraseó con cierta soltura, acompañando con discreción a las voces. Pero faltaron, tras un buen comienzo, con silencios bien marcados, e incluso un “crescendo” bien construido, intensidad, claridad de planos, contrastes. Lo que impidió que se alcanzase el cénit en el gran dúo del segundo acto y que hubiera cierto embarullamiento en momentos puntuales, como la parte en la que Isolda y Marke se llegan hasta el moribundo Tristán, momento que además se resolvió bastante mal desde un punto de vista escénico. No funcionó la “Liebestod”, con una orquesta difusa, cuyos timbre no fueron bien aprovechados.

El plantel de voces tuvo dignidad. Stuart Skelton, que anda ahora por los 56, se mostró en exceso grueso y falto de agilidad, exento del exigido resuello en el primer acto (también porque se estaba reservando). Capeó con veteranía el segundo acto, con apuros en el agudo y dificultades en las medias voces, y se entregó en el tercero, cantando casi siempre a plena voz, con pocas muestras de elasticidad. Brindó algunas notas altas con buen metal, normalmente esforzadas. Estuvo todo el tiempo de pie, lo que contradice lo exigido: herido de muerte Tristán se levanta con dificultad en pocas ocasiones. Como se dice, mantuvo el tipo. Isolda fue la sueca (de su país han venido algunas de las voces wagnerianas de soprano mejores del siglo XX) Elisabet Strid (1976), una lírico-“spinto”, posee un timbre atractivo y fresco, con excelentes resonancias en medios y agudos, aunque con un grave insuficiente. Mantuvo el tipo y dijo con propiedad, aunque no percibimos los Do 5 del segundo acto.

Poco que decir de la buena mezzo que es Agniezka Rehlis, ya que estaba indispuesta, afónica prácticamente. Hizo lo que pudo en su fundamental intervención del segundo acto. En el tercero ni abrió la boca. Marcus Eiche es un barítono muy lírico, quizá demasiado para Kurwenal. Cantó con intención y cierto amaneramiento. Potente, sólida, robusta, la voz de Pernestorfer, un bajo cantante muy capaz. Cantó con expresión y propiedad su dos monólogos, a falta de un mayor contraste fraseológico y un timbre más bello. Cumplieron muy bien los tres españoles del reparto. Rodríguez-Norton (Pastor y Joven marinero, extrañamente ataviado), Fernando Campero (Melot) y Juan Antonio Sanabria (Timonel). No fue muy buena idea que el caramillo sonara desde arriba. Como pareció sonar el coro del primer acto.