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Gran Guerra
La última oportunidad de la IGM: La guerra submarina sin restricciones
Titánicas batallas navales, desesperados desembarcos anfibios, despiadados bloqueos comerciales... y submarinos. Más allá de las célebres trincheras del frente occidental, el libro 'Lucha de gigantes', de Roberto Muñoz Bolaños, destaca la importancia capital del frente naval en el desenlace de la Gran Guerra

A finales de 1916, tras casi tres años de guerra, la situación se presentaba sombría para el Imperio alemán y sus aliados. La guerra corta con la que soñaba el káiser Guillermo II y los líderes del Ejército en 1914 se había convertido en una quimera tras el fracaso del Plan Schlieffen en la batalla del Marne en septiembre de ese año. Tampoco había tenido éxito el intento de forzar una paz por separado con Rusia al año siguiente, ni la estrategia de desgaste puesta en marcha en Verdún en 1916.
Igualmente, la gran flota creada por el almirante Alfred von Tirpitz, con un coste de millones de marcos que podrían haberse empleado mejor en reforzar el Ejército, había demostrado ser completamente inútil frente a la más poderosa Royal Navy británica. Paralelamente el bloque naval al que habían sometido sus costas los aliados limitaba su capacidad de producción y, lo que era más importante, estaba matando a su población de hambre.
Ante esta tesitura, ¿qué se podía hacer? La mejor opción hubiera sido buscar la paz, pero el gobierno de Londres, presidido por el liberal David Lloyd George, se había negado. Se necesitaba otra alternativa si se quería ganar la guerra, pero ¿cuál? Por exclusión solo podía ser la guerra submarina sin restricciones que obligase al Reino Unido a pedir la paz. Para lograr este objetivo, los sumergibles germanos deberían hundir 600.000 toneladas mensuales de buques mercantes. En seis meses, habrían acabado con el 33% de la flota británica, que sumaba 10,75 millones de toneladas, provocando el racionamiento y el hambre en los habitantes de esta isla. El cálculo realizado por los almirantes alemanes era erróneo porque los aliados disponían de 21,5 millones de buques de este tipo.
No obstante, si bien una campaña de estas características podía proporcionar la victoria al Imperio alemán en un conflicto que se eternizaba, también tenía un grave peligro: Estados Unidos, que hasta entonces se había mantenido neutral, pero que era muy crítico con las actividades de los submarinos alemanes, podía entrar en la guerra a favor los aliados si sus mercantes eran echados a pique. La élite de Berlín, desesperada por terminar la guerra de forma victoriosa, aceptó esta posibilidad, convencida de que los sumergibles podían vencer antes de que el peso de la potencia norteamericana se dejara sentir en Europa. Así, tras largas discusiones, Guillermo II ordenó que la guerra submarina se pusiera en marcha el 31 de enero de 1917.

Los cálculos del almirantazgo alemán resultaron incluso conservadores porque en tres meses sus submarinos hundieron 2.017.797 de toneladas de navíos mercantes. El Reino Unido estaba acorralado, pero entonces se produjo el acontecimiento que los líderes germanos más temían: la declaración de guerra de los Estados Unidos al Imperio alemán el 6 de abril de 1917. Esta decisión no solo fue consecuencia de la acción de los submarinos, sino de la torpeza del Gobierno de Berlín, y más concretamente de su secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Robert Zimmermann, por enviar un mensaje al embajador germano en México, Heinrich von Eckardt, en el que le informaba que en caso de que estallase una guerra con Washington, el Imperio Alemán prometía a México la devolución de tres estados del suroeste de Estados Unidos a cambio de su apoyo militar. Este documento, conocido como «Telegrama Zimmermann», fue interceptado por los servicios de información navales británicos, que informaron de su contenido inmediatamente a Washington, convirtiéndose en el «casus belli» que llevó al Congreso norteamericano a declarar la guerra.
La entrada de los Estados Unidos produjo un efecto inmediato en el conflicto, contra lo que pensaban los estrategas alemanes, no solo porque numerosos países sudamericanos hicieron lo propio, sino porque Washington contribuyó a cerrar las vías por las que Berlín se abastecía a través de los neutrales. No obstante, el mayor impacto se produjo con la intervención de la U.S. Navy en la lucha antisubmarina, enviando a las costas de Irlanda numerosos destructores para apoyar a los británicos, y con el empleo de los mercantes del pabellón de las barras y estrellas para el abastecimiento del Reino Unido. ¿Fueron, por tanto, clave los Estados Unidos en la derrota de los sumergibles germanos?
Es indudable que la adición de un poderoso beligerante al bando aliado contribuyó a la derrota del Imperio alemán. Sin embargo, las causas que provocaron el fracaso de esta campaña fueron dos fundamentalmente. Por un lado, las medidas adoptadas por Londres para defender el tráfico marítimo y luchar contra los sumergibles.
La presa favorita
La más importantes fue, sin duda, la adopción del sistema de convoyes, que permitía proteger mejor a los navíos mercantes, a la vez que vaciaba el mar de buques de este tipo que navegaban en solitario, la presa favorita de los submarinos. También jugó un papel fundamental el perfeccionamiento del sónar, un instrumento que permitía usar las ondas de sonido en el agua para detectar a los sumergibles, y, sobre todo, la carga de profundidad, un artefacto cuya detonación se producía por la presión del agua a una profundidad preseleccionada, y que resultaba ideal para destruir a los submarinos en inmersión. Los aviones también intervinieron en esta lucha, y si bien no destruyeron un número elevado de submarinos, sí dañaron a numerosos sumergibles y actuaron como elemento disuasorio para frenar sus ataques.
Por último, también tuvieron un relevante papel los mercantes armados y los llamados «Buque Q», navíos comerciales que actuaban como señuelos, pero que llevaban armas ocultas con el objetivo de sorprender a sus enemigos cuando eran más vulnerables: en superficie, ya que la mayoría de los submarinos preferían hundir a sus presas utilizando sus cañones y no los torpedos, ya que transportaban muy pocas de estas armas (entre 6 y 16). Por otro, las erróneas decisiones tomadas por los mandos alemanes, destacando dos sin duda. La primera, no haber enviado sumergibles a la costa este de los Estados Unidos para que atacaran el intenso tráfico mercante en esta zona, lo que hubiese obligado a emplear los destructores norteamericanos en las aguas metropolitanas, impidiendo así que pudieran ayudar a los británicos en Europa.
La segunda, la incapacidad para desarrollar una táctica eficaz con la que derrotar a los convoyes. Por el contrario, el comodoro Andreas Michelsen, jefe de los submarinos, siguió enviando a sus buques al combate de manera individual, resultando completamente inútiles para enfrentarse a esas agrupaciones. Este fallo en la doctrina submarina alemana sería subsanado en la Segunda Guerra Mundial con la «Rudeltaktik» (Táctica de la Manada), que permitía atacar a los convoyes por grupos de sumergibles actuando coordinadamente.
La suma de ambas dinámicas se manifestaría en una disminución constante del tonelaje hundido de buques mercantes. En mayo fue de 616.320 y en junio, de 696.725. Sin embargo, a partir de ese último mes, se fue reduciendo, ya que en noviembre solo fue de 302.600 toneladas y en diciembre, de 411.770. La campaña submarina sin restricciones había sido derrotada a finales del 1917 y con ella, la oportunidad de una victoria alemana en el conflicto. Como se defiende en el libro “Lucha de gigantes”, la Gran Guerra se decidía en el mar.
No obstante, queda una cuestión por responder: ¿estuvo justificada esta decisión del emperador alemán y sus consejeros militares? Con los datos de los que disponían a finales de 1916 y dada la situación militar en ese momento, sí, aunque sabían perfectamente que podía acarrear la entrada de Estados Unidos en el conflicto. Sin embargo, precisamente el problema fue que carecían de información sobre la situación en la que se encontraban sus enemigos. Si Berlín hubiera tenido conocimiento de que el Imperio de los zares estaba a punto de desmoronarse, algo que ocurrió con la Revolución de febrero (8-12 de marzo de 1917 en el calendario gregoriano), probablemente habría pospuesto su decisión, ya que este acontecimiento marcó el inicio de la salida de Rusia del conflicto, el sueño perseguido por Berlín desde 1915. Este abandono se produciría un año después, con el Tratado de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918). Este acuerdo daría otra oportunidad a los alemanes de ganar la guerra, pero no en el mar, sino en tierra. Sin embargo, las ofensivas que desencadenaron entre marzo y julio de ese año fracasarían porque el bloqueo naval aliado había debilitado la capacidad combativa de las divisiones del káiser...
*Roberto Muñoz Bolaños es doctor en Historia Contemporánea.

Para saber más...
- 'Lucha de gigantes' (Desperta Ferro Ediciones), de Roberto Muñoz Bolaños, 496 páginas, 27,95 euros.
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