El estreno en Netflix del documental
«El príncipe que nunca reinó», dirigido por Beatrice Borromeo, nuera de Carolina de Mónaco, ha despertado los viejos fantasmas sobre la muerte del infante Alfonso, el hermano del
rey Juan Carlos. A finales de 1996 me propuse investigar este hecho luctuoso sobre el que persistían entonces demasiadas sombras. Enseguida reparé en que se desplegó un interesado manto de silencio que era imprescindible retirar. Fue así como entré en contacto con Torcuato Luca de Tena, Laureano López Rodó, Iñigo Cavero, Jaime Miralles y Gonzalo Fernández de la Mora. Sus comentarios, como los de Antonio Fontán y Fernando Álvarez de Miranda,
me fueron de enorme utilidad para aproximarme a la verdad.
Villa Giralda, en Estoril, a orillas del Atlántico, era la residencia de los condes de Barcelona el 29 de marzo, Jueves Santo, de 1956, cuando sucedió la gran tragedia. En aquel chalet «petit-bourgeois» vivían su exilio
Don Juan de Borbón y Battenberg y su esposa, María de las Mercedes de Borbón y Orleáns,
con sus hijos Pilar, Juanito, Margarita y Alfonsito. Nada hacía presagiar lo que iba a ocurrir aquella aciaga jornada, pero sucedió... Días después, el semanario italiano «Settimo Giorno» publicó una sobrecogedora versión de aquella pesadilla real. La periodista francesa Françoise Laot también reprodujo el preludio de la tragedia en su libro «Juan Carlos y Sofía»: «
La pistola era un regalo del general Franco; estaba siempre guardada con llave en un secreter;
Juanito y Alfonsito no dejaban de pedir que se la dejaran: les encantaba disparar. Pocos días antes, Alfonsito había comprado balas a un armero de Lisboa para tirar al blanco con Víctor Manuel de Italia, su vecino y compañero de juegos. Pero los proyectiles eran demasiado largos, demasiado duros para el arma y una bala quedó atascada en el cargador.
Juanito y Alfonsito quisieron sacarla en el sótano de La Giralda, cuando intervino el conde de Barcelona. Les prohibió tocarla...».
La periodista Laot reproducía el desenlace fatal: «Juan Carlos manipuló el arma y se disparó. Juanito sufrió el aprendizaje de la mayor de las desgracias, la de saberse culpable. Culpable en primer lugar de haber desobedecido a su padre». La condesa de Barcelona se quedó sin respiración al oír los gritos de Juanito mientras descendía como una exhalación por la escalinata. «¡No, tengo que decírselo yo!», espetaba el infante a la señorita de compañía. («A mí se me paró la vida», confesaría la condesa al cabo de los años).
Don Juan salió como un relámpago del despacho y corrió escaleras arriba, hacia el tétrico escenario. Allí descubrió a su hijo Alfonso, de casi quince años, desplomado en el suelo, con un disparo en la frente. Su primogénito Juan Carlos, de dieciocho años, estaba unos segundos antes con él. Desolado, el conde de Barcelona intentó detener la hemorragia taponando con sus gruesos dedos los orificios de entrada y salida por donde manaba la sangre a borbotones. Pero su hijo murió irremediablemente en sus brazos. El médico de la Familia Real, José Loureiro, certificó la muerte instantánea.
Entonces, aquel corpachón de casi dos metros de estatura se desmoronó por dentro. El recio hombre de mar perdió en unos segundos el rumbo de la historia. La maldición se había cebado con su hijo pequeño mientras jugaba con su hermano mayor, que disfrutaba de un permiso en la
Academia Militar de Zaragoza.
Y ahora, en Villa Giralda, sin pronunciar una sola palabra, el conde de Barcelona subió a bordo de su lujoso Bentley negro y se alejó a gran velocidad por las angostas carreteras de Estoril. En el salpicadero había una fotografía de sus cuatro hijos que colocó su esposa, advirtiéndole: «Para que nunca olvides que no tienes derecho a arriesgar tu vida...». Don Juan llegó hasta el mar y arrojó allí la pistola «Long Automatic Star», del calibre 22.
«Yo hubiese hecho una cosa parecida», me dijo en su día Torcuato Luca de Tena, antiguo consejero de Don Juan: «Un arrebato de ira, de cólera. Con este maldito juguete que le ha regalado un imbécil de tal... Le comprendo, porque entra dentro de mi temperamento».
Sólo un escueto comunicado oficial, redactado por la Secretaría de los condes de Barcelona, arrojó un claroscuro de luz sobre los hechos, tergiversándolos: «Mientras Su Alteza el infante Alfonso limpiaba un revólver aquella noche con su hermano, se disparó un tiro que le alcanzó en la frente y le mató en pocos minutos. El accidente se produjo a las 20:30 horas, después de que el infante volviera del servicio religioso del Jueves Santo, en el transcurso del cual había recibido la santa comunión».
Toda la prensa se hizo eco entonces de la versión oficial. Pero el propio Franco sabía muy bien que fuequien disparó accidentalmente sobre su hermano. Y en alusión a Don Juan, el general puso por escrito: «En el orden político, el recuerdo puede arrojar sobre su hermano [Juan Carlos] sombras por el accidente y en las gentes simplistas evocar la mala suerte de una familia cuando a los pueblos les agrada la buena estrella de sus príncipes».
He aquí una posible explicación del silencio claustral sobre la tragedia. El jefe del Estado creía que ése era el mejor medio para proteger los intereses futuros de Don Juan Carlos al trono de España, tal vez porque ya pensase en él como posible sucesor. Pero la verdad histórica acabaría imponiéndose. El testimonio de la que fue amiga (y seguramente algo más) de Don Juan Carlos poco después de la tragedia, Olghina de Robilant, habla por sí solo. Antigua jefa de redacción del diario italiano «Momento Sera», plasmaba así su recuerdo en «Reina de Corazones»: «No podía dejar de pensar en la tragedia que se había abatido sobre Juanito, que había llenado muchas páginas de los periódicos y de la que había oído hablar en casa. Varios meses antes Juanito había matado por error a su hermano Alfonso. Estaban jugando con unas armas cuando se disparó el revólver que manejaba Juanito, alcanzando a Alfonso en plena frente. Algunos decían que la bala era de rebote, pero, según Baba y la tía, sólo se trataba de atenuantes inventadas para aligerar la responsabilidad de Juanito».
«Había sido –proseguía De Robilant– un terrible accidente y pensé que, si me hubiera ocurrido a mí, probablemente, en un primer momento, habría dirigido el arma contra mí misma. Sin duda me habría dejado en estado de “shock” durante muchísimo tiempo».
Fernández de la Mora, testigo del doloroso trance, me trasladó su impresión sobre el ánimo de los condes de Barcelona y de su hijo Juan Carlos: «Yo asistí al entierro de don Alfonso en Estoril y los terriblemente afectados eran los padres; al hermano lo vi muy sereno». Juan Carlos volvió entonces a la Academia Militar de Zaragoza para continuar su educación militar.
Para acabar de complicar las cosas, el propio hermano del conde de Barcelona, el infante sordomudo don Jaime, reclamó una investigación judicial sobre el accidente, en una carta a su secretario Ramón Alderete redactada el 16 de enero de 1957: «Mi querido Ramón: Varios amigos me han confirmado últimamente que fue mi sobrino Juan Carlos quien disparó accidentalmente sobre su hermano Alfonso. Esta confirmación de la certidumbre que tuve desde el día en que mi hermano Juan se abstuvo de citar ante los tribunales a los que habían expresado públicamente tan terrible realidad [...] Exijo que se proceda a esta encuesta judicial porque es mi deber de jefe de la Casa de Borbón, y porque no puedo aceptar que aspire al trono de España quien no ha sabido asumir sus responsabilidades».
Luca de Tena me aseguraba que entre los más allegados de los condes de Barcelona la verdad ya se conocía: «Toda la gente de la intimidad de Villa Giralda –me comentó una tarde, en su casa del Paseo de la Castellana– sabía lo que había pasado y es imposible guardar secretos. Es natural que Don Juan no dijera: mi hijo ha matado a su hermano. Pero en la intimidad de Villa Giralda todo el mundo sabía que estaban jugando los dos niños [en realidad no eran tales, dado que Juan Carlos tenía 18 años y su hermano, casi quince] con la pistola y que se disparó.
Íñigo Cavero, presidente del Consejo de Estado cuando me entrevisté con él, no tenía sin embargo noticia de que don Jaime reclamase una investigación judicial: «No lo conocía, pero me parece una infamia más de las que se le han ocurrido a don Jaime». Álvarez de Miranda estaba de acuerdo con Cavero: «Fue una actitud ridícula y absurda». Pero ni el conde de Barcelona, ni Don Juan Carlos, desmintieron jamás la versión publicada por «Settimo Giorno». Tampoco reaccionaron ante la postura de don Jaime, ni emprendieron acción judicial alguna.
EL LLANTO DE DON JUAN
Jaime Miralles, consejero de Don Juan, testimoniaba precisamente el inmenso dolor que abrumaba entonces al conde de Barcelona, tras la irremediable pérdida de su hijo pequeño: «Recuerdo que, la víspera [del entierro], al contarnos a unos pocos testigos el trágico accidente, y describirnos cómo cogía aquella frente de su hijo segundo, sin conseguir restañar con sus dedos la sangre con la que se escapaba la vida aquel día, escuché la voz del rey don Juan entrecortada, rota, por un llanto que no podía reprimir del todo, supe yo que los reyes también lloran, y que el rey Don Juan lloraba aquel día». «La muerte de don Alfonso –me recordaba López Rodó– marca como un hierro candente, a la que era una feliz familia, una sencilla y confiada familia española... Y este dato trágico es preciso consignarlo: una tragedia de la mano del azar puede condicionar psicológicamente el futuro de una familia considerada colectivamente y, también, el de cada una de las personas que la cforman. Porque es el enfrentamiento urgente ante lo fortuito y ante el más allá. Es, en definitiva, un terrible choque. Quizá el gran choque».