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Isabel de Borbón ante el revólver humeante de su esposo

Su marido acuciado por la depresión que le desencadenó una enfermedad incurable decidió quitarse la vida de un disparo
Isabel de Borbón, en un retrato escultórico en La Granja
Isabel de Borbón, en un retrato escultórico en La GranjaWikipedia

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La infanta Isabel de Borbón y Borbón (1851-1931) se propuso ser la otra cara de su madre, la reina Isabel II, opuesta a su voluptuosidad e indolencia, a ese «laissez-passer» que caracterizó siempre a la soberana infiel. En su ánimo prendió enseguida un exagerado sentido del deber que le llevó a defender, aun a costa de su propia felicidad, el trono de su hermano Alfonso XII y de su sobrino Alfonso XIII.
Fue conservadora a ultranza. «¡Tonterías francesas!», exclamaba ante todo lo que consideraba más o menos progresista. Cuando Sagasta fue jefe del Gobierno, ella dijo de sus opiniones políticas: «¡Oh!, era de esperar. Toda persona sana puede sufrir la escarlatina». Sobre su adusto carácter dejó constancia escrita Emiliano Aguilera, que conoció bien a la Chata: «Pero, a cuento de la simpatía de la Chata, ¿quiénes pudieran verla reír? Ni siquiera, por lo que he sabido de allegados, amigos o servidores suyos, reía en la intimidad y, sin llegar a tanto, sonreía muy poco. Si alguien dijo que le hacían gracia las bufonadas y las socarronerías populares, no dijo la verdad… Lo cierto es que ella sonreía con cuentagotas y entendía la dignidad de su alcurnia apareciendo siempre tiesa y envarada, más pronta al ceño severo que a cualquier gesto benévolo o acogedor». Sus renuncias a la propia dicha y los dramáticos acontecimientos que le tocaron vivir, sumados a las numerosas decepciones por la ajetreada vida de su disipada madre, hicieron de Isabelita un alma abnegada. Acabó desposándose con quien ella no quería, obedeciendo a la reina, que deseaba compensar con un matrimonio a la familia real de Nápoles y Sicilia tras enviarla al exilio por reconocer la unidad de Italia en la persona de Víctor Manuel II de Saboya.
Semejante respaldo de Isabel II, impulsada por sus ministros liberales, supuso el destronamiento de su primo Francisco II de Borbón, rey de las Dos Sicilias, a quien quiso complacer pidiéndole la mano de su hermano Cayetano, conde de Girgenti, para desposarlo con Isabelita, de tan sólo diecisiete años. Fue así como Cayetano de Borbón, de veintiuno, llegó a Madrid para convertirse en marido de la infanta, siendo agasajado por la reina con las distinciones de infante de España y coronel del Regimiento de Húsares.
La boda tuvo lugar con nocturnidad y alevosía, a las diez de la noche del 13 de mayo de 1868, en la capilla real de palacio. Pero lo que era una celebración real se tornó poco después en un funeral monárquico. El estallido de la revolución española de septiembre sorprendió a los recién casados en París. A Cayetano le faltó tiempo para regresar a Madrid e incorporarse a su regimiento. Se batió como un jabato en la encarnizada batalla de Alcolea, que supuso el destronamiento de Isabel II, quien jamás olvidó su valor y, pese a no estar enamorada de él, siempre le quiso y cuidó. En junio de 1870 recibió la infanta otro aldabonazo del destino: mientras viajaba en el expreso con su marido para asistir en París a la abdicación de Isabel II en el joven príncipe de Asturias Alfonso XII, Cayetano sufrió el primer ataque epiléptico en su presencia. Consciente de su incurable enfermedad, el infante sucumbió a una depresión que a punto estuvo de costarle la vida tras arrojarse, desesperado, por una ventana del hotel du Cygne, de Lucerna.
El 26 de noviembre de 1871, a las nueve de la mañana, Isabel presenció horrorizada lo que nunca pensó que verían sus ojos: su esposo yacía con un revólver humeante todavía en la mano y la sien perforada. Segundos antes, ella había escuchado una detonación proveniente de su despacho del hotel suizo. Ahora sólo le faltaba asistir a su propia muerte. Y ésta llegó en peor momento aún que la de su marido. Con casi ochenta años y paralizada por una apoplejía, la infanta revivió el derrumbamiento de la monarquía el 14 de abril de 1931. Proclamada la Segunda República, su sobrino Alfonso XIII partió hacia el exilio; al día siguiente lo hizo la reina Victoria Eugenia con el hemofílico príncipe de Asturias en una camilla, y los infantes. Y el día 19, la infanta Isabel emprendió el mismo camino en tren tras rechazar el galante ofrecimiento del gobierno provisional de permanecer en España, en atención a su quebrada salud.
Al cruzar la frontera, la anciana infanta llevaba apenas doscientas pesetas en el bolso y unas cuantas alhajas de su joyero personal. Cuatro días después de abandonar Madrid, su corazón dejó de latir.
EL FANTASMA DE LA MUERTE
La infanta Isabel murió casi sola, acompañada de su hermana Eulalia –cara y cruz de la misma familia-, que hasta el último momento permaneció a su cabecera en el convento de la Ascensión (Villa Saint-Michel), en la Rue de la Faisandeire del barrio de Auteil, regido por la madre Dolores Loriga, hermana del conde del Grove, preceptor del rey. La «dama de hierro» reposa hoy, hecha cenizas, en la colegiata de La Granja de San Ildefonso, junto a Felipe V e Isabel Farnesio y lejos de su marido y de sus hermanos. El fantasma de la muerte rondó a la familia de la infanta Isabel. El 11 de julio de 1850 nació casi muerto su hermano mayor y primero de los diez hijos de Isabel II. El principito de Asturias vivió tan sólo una hora, lo suficiente para recibir el agua bautismal con el nombre de Fernando, como su abuelo.