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Jackie, una reina sin trono en venecia

El chileno Pablo Larraín seduce en la Mostra con su primera película en inglés, un «biopic» inusual y fragmentado sobre la viuda de Kennedy, interpretado por una Natalie Portman que huele a Oscar.

La actriz Natalie Portman caracterizada como Jackie Kennedy en el filme de Larraín, presentado ayer en Venecia
La actriz Natalie Portman caracterizada como Jackie Kennedy en el filme de Larraín, presentado ayer en Venecialarazon

El chileno Pablo Larraín seduce en la Mostra con su primera película en inglés, un «biopic» inusual y fragmentado sobre la viuda de Kennedy, interpretado por una Natalie Portman que huele a Oscar.

«Jackie» forma un buen programa doble con «Neruda», la penúltima película de Pablo Larraín, de estreno inminente en España. Las dos huyen del género «biopic» y se centran en sendos iconos del siglo XX que tienen que lidiar con la desincronización entre su imagen pública y su yo privado. El problema es que, en su primera película en inglés, Larraín parece sentirse menos cómodo, acaso menos autorizado, para cuestionar lo que significa Jackie Kennedy en el devenir de la historia americana, lo que se traduce en una mirada menos compleja, menos hostil de lo que nos tiene acostumbrados. En la Mostra, donde la película obtuvo una reacción entusiasta, los aficionados a las apuestas colocan a Natalie Portman en la terna final de los Oscar.

Tímida e insegura

Portman hace, en efecto, un trabajo excelente. Su Jackie necesita ponerse en escena para creer en sí misma. «Cuando la entrevistaban, se mostraba tímida, insegura, hablaba con un tono de voz más agudo», explicó la actriz, que se documentó profusamente para preparar a un personaje, dijo Larraín, «cuya humanidad está en peligro». Y la película, que arranca con la disonante banda sonora de Mica Levi rebotando sobre la frágil figura de esta «reina sin trono», sigue precisamente con la entrevista que un periodista de «Life» le hace para que cuente «su versión de los hechos». Es la que quiere contar Larraín en este filme de encargo (el instigador: Darren Aronofsky), pegando la cámara al rostro de Portman, examinando su duelo después del trauma, con su traje chaqueta manchado de sangre, como una Ginebra desubicada en un Camelot en crisis, obsesionada en darle a su marido infiel un funeral que le haga pasar a la Historia como un rey que será llorado durante siglos.

Larraín se conforma, y no es poco, con darle voz a la consorte de palacio, ensombrecida por el mito Kennedy. Da la impresión, sin embargo, que la película es, en parte, víctima de esa toma de postura: lo que vemos es cómo Jackie se percibe a sí misma, perpetuando así el mito de monarca destronada por el destino y por el sistema. La estructura fragmentada, emocional, de la trama, que se centra en los días posteriores al asesinato de Kennedy, levantan acta de una personalidad vulnerable, agitada, convulsa, pero ¿no habría sido mejor mantenerse pegado a una perspectiva externa que permitiera preguntarse qué hay de verdad y mentira en el mito de Jackie? La empatía de Larraín reafirma, no pone contra las cuerdas.

A su modo, el de Malick es otro «antibiopic», de corte cósmico: aquí el biografiado que se nos escurre es el universo mismo. No nos pilla desprevenidos, dado que «Voyage of Time» –que, en su versión para salas IMAX durará cuarenta minutos y estará narrada por Brad Pitt– es una ampliación en toda regla del prólogo de «El árbol de la vida». En su génesis está el proyecto que Malick quería rodar después de «Días del cielo», de título enigmático, «Q». En su esencia, un misticismo más «pop» que Heideggeriano (ya le gustaría) que pretende meditar sobre el ser y el tiempo.

Es innegable que tanto las imágenes panteístas –volcanes en erupción, lava enfriándose, animales marinos que parecen flores de otro mundo, seres unicelulares, espermatozoides, dunas meciéndose al viento, etcétera– como las experimentales –que podrían evocar tanto al cine de Stan Brackage como a la luz descompuesta de una lámpara de lava iridiscente– son de una belleza insondable, como lo pueden ser las de un documental del National Geographic. Más discutibles resultan los insertos, grabados con la calidad de un móvil de baja resolución, de gente de diferentes culturas –locos hablando solos en Los Angeles, una boda israelí, un campo de refugiados, etc.– que, en teoría, hacen que el trascendente discurso de Malick ponga los pies en la Tierra.

El montaje asociativo de la película tiene un arco temporal, que vendría a contar lo que hubo antes del Tiempo-en-sí-mismo y lo que aparece cuando este se manifiesta (dinosaurios, hombres, ciudades: la vida y nada más), como Dios fluyendo a través de su infinitud. El problema más grave de la película no es su aspecto de repetición de la jugada cósmica de «El árbol de la vida» sino una voz en «off», narrada por Cate Blanchett, que pretende ser una conversación poética con un Dios materno, o con la Madre Naturaleza, y que parece escrita por un niño. Sin duda, la película sería mucho mejor, incluso para los alérgicos a la New Age y a las sesiones de cromoterapia, sin una palabra que ensuciara su hipnótica belleza.