Bibliotecas y Museos

"La Gioconda": Una influencer con 20.000 visitas diarias

La abarrotada sala donde se exhibe temporalmente la obra de Leonardo en el Louvre ha alarmado al mundo del arte: los principales museos españoles opinan sobre este «caso extremo» de masificación.

Apenas se puede ver «La Gioconda», de Leonardo da Vinci, en su nueva sala debido al público que cada día acude a verla
Apenas se puede ver «La Gioconda», de Leonardo da Vinci, en su nueva sala debido al público que cada día acude a verlalarazon

La abarrotada sala donde se exhibe temporalmente la obra de Leonardo en el Louvre ha alarmado al mundo del arte: los principales museos españoles opinan sobre este «caso extremo» de masificación.

Cerca de 20.000 personas al día quieren verla. O sería más correcto decir que lo que verdaderamente desean es tenerla en su cámara. Poseerla de alguna manera. Las imágenes que llegaban esta semana de las delirantes filas de turistas que querían ver «La Gioconda» en su nuevo emplazamiento resultaban sorprendentes. La experiencia cuesta al visitante un par de horas. Y cuando finalmente arriban a la sala atestada (en la que es necesario seguir un recorrido previamente delimitado con cintas similares a las que hay en los aeropuertos) un vigilante, con cajas destempladas, pide brevedad máxima: «One selfie and you go». Un disparo y fuera. La inmensa Torre de Babel que se forma diariamente impide disfrutar mínimamente de la obra, observarla de frente, acercarse y tratar de leer una de las miradas más famosas del mundo. El inmortal cuadro de Leonardo da Vinci se expone hasta octubre en la galería Médicis, a donde ha llegado desde la Sala de los Estados debido a las obras que han puesto patas arriba la estancia en la que se exhibía. Lo hace de manera destacada, debidamente protegida en una vitrina blindada y climatizada para preservar su fragilidad de 500 años. Es la estrella de un espacio lleno de obras de un inmenso tamaño que prácticamente ninguno de los visitantes se digna a mirar: veinticuatro lienzos de Rubens que antes decoraban el palacio parisino de Luxemburgo. ¿Rubens? ¿Quién es ese? Frente a la «influencer» Lisa Gherardini el holandés sale perdiendo. «La normalización del “smartphone” ha traído una nueva realidad a la esfera de la experiencia: cada persona es una cámara. En un sentido radical. Y eso lo complica todo. Somos lo que fotografiamos y no lo que sentimos. Hemos llegado a una situación tan demencial que todo lo que no veamos a través del marco de una cámara, no existe», apunta el crítico y profesor Pedro Alberto Cruz Sánchez.

Masas de personas en un centro de arte que, eso sí, es un caso extremo porque esto no sucede en ninguna otra parte del globo. ¿Perjudica al museo? ¿Podría un museo plantearse la supresión de fotografías? El director artístico de la colección Thyssen-Bornemisza, Guillermo Solana, parte de la base de que «no iría ni atado ni esperaría una cola de horas para hacerme un “selfie”. Pero el museo no puede imponer su visión, se ha de ser flexible. Trabajamos con el público, no somos únicamente entidades académicas, sino que poseemos un lado de espectáculo y se ha de ser tolerante con las necesidades de la gente. ¿Para qué vamos a rasgarnos las vestiduras?», y deja la pregunta en suspenso, en el aire. Confiesa que la única actividad que ha vetado en el museo ha sido la elaboración de un postre, «porque estando de por medio la comida y la bebida no sabes nunca dónde puede acabar». Por lo demás, se muestra favorable a la toma de imágenes: «No hacen daño a las obras ni a los museos. La utilización del flash no perjudica. La luz natural es más agresiva. Creo que en el fondo subsiste el temor a que te puedan robar el alma. Pero los museos no tienen que defender el alma contra nada», añade.

Manuel Borja-Villel no quiere pensar en lo que se podría convertir el Museo Reina Sofía que dirige si se pudieran hacer fotos frente a su «Gioconda», «El Guernica». Parte, en su reflexión, de la base de que no todos lo museos son iguales y de que desempeñan un servicio público «y cuando no lo puedes prestar adecuadamente has de tomar medidas. Frente al cuadro de Picasso no se pueden hacer fotos. Sería perjudicial para su conservación. Hablamos de una pieza extremadamente frágil. Nuestra misión es conservar y educar y hacer que la visita sea de la mejor calidad posible».

Evitar aglomeraciones

Si el visitante desea una foto de este lienzo puede acceder a la web y tomar una imagen de altísima calidad. Y el detalle que desee. «Las obras no son nuestras, sino de la gente», recalca. Para él, lógicamente, el caso del Louvre y «La Gioconda» se antoja extremo: «Puede que a los grandes museos les interese que se puedan hacer fotos en sus salas, pero veo el caso francés como extremo». Cuando llegó a la dirección del Museo Reina Sofía se podía fotografiar «El Guernica», pero con el tiempo «nos dimos cuenta de que era imposible, de que no se podía ver la obra. Había aglomeraciones, aunque nunca se convirtió en un caso tan delirante como el de la obra de Leonardo».

¿Prohibir, entonces? Cuidado con el verbo. Manuel Borja-Villel es más sutil. En el Reina Sofía no se prohíbe, «sino que lo que hacemos es posibilitar flujos más fluidos y obligamos al público a darse cuenta de que hay más obras importantes, de ahí el hecho de mover la colección. Un director de museo tiene mucho de “disc-jockey”, tiene que saber mover a los visitantes». En la web del Louvre se puede acceder, aconseja, a una imagen de alta resolución. Ahí está la «Mona Lisa», pero el poder del «selfie» tira demasiado. «El visitante se retrata de espaldas a la obra. Quien está en primer término es el protagonista. Y al fondo se ve el cuadro. Hoy se pretende que la cultura llegue a la mayor cantidad de gente. Y cuando nos olvidamos de los servicios que tenemos que prestar se producen situaciones como la del Louvre, que son increíbles». Y echa la vista atrás: «Antes había museos en los que los vigilantes te reconocían y saludaban porque te habías convertido en un asiduo visitante de sus salas. Los hábitos hoy son otros. El Louvre tiene un problema que ha de saber gestionar».

Cruz Sánchez apunta una idea interesante: la tiranía del marco: «Los visitantes se han acostumbrado a contemplar las obras expuestas a través del móvil y la experiencia les resulta insuficiente. Algo demencial. Cuanto más mediada está su relación con el arte, cuanto mayor distancia interponen, más plena les resulta su vivencia del museo». Los tiempos han cambiado. ¿Qué busca hoy el visitante? «No se trata de conseguir una imagen-souvenir de la pieza, pues los libros e internet están llenos de ellas; lo crucial es mirar a través de la cámara porque de lo contrario la experiencia no sabe a nada», apunta el crítico. ¿Qué acarrearía una prohibición? «La gente solo va a donde puede sacar fotos. La experiencia por sí misma no les interesa nada», responde.

Solana parte de la base de que el museo que él dirige es «controlable en cuento a visitantes. No hemos observado ninguna perturbación por el tema fotos. Otra cosa son las restricciones de prestadores. Se toman fotos para tener un recuerdo. Es una forma de comunicación personal que no hace daño. Me muestro positivo en este tema». Y añade que el Louvre es «uno entre un millón y su obra emblemática, lo mismo. El público guarda dos horas de cola para ver un cuadro no para recorrer el museo».

Desde el Museo del Prado, Carlos Chaguaceda, al frente del departamento de Comunicación, subraya que el tiempo les ha dado la razón. No se hacen fotos en la pinacoteca. «En la web se pueden descargar imágenes y existe la posibilidad de tomarse un falso “selfie”. De otra manera la calidad de la visita se desvirtuaría. ¿Imaginas en lo que podría convertirse la sala de “Las meninas”? En el Louvre se ha llegado a la paradoja de que ya nadie ve el cuadro». Y añade: «El espectador está de espaldas a la pintura. No se trata de satanizar el “selfie”. Nuestra norma está dirigida a asegurar la calidad de la visita. Respetamos a quienes permiten hacer fotos, pero a nosotros nos va bien así».

Los visitantes dedican solo ocho segundos a ver un cuadro

Qué lejos estamos hoy en día de esa imagen de Kim Novak en «Vértigo (de entre los muertos)», la gran película de Alfred Hitchcock, en una de cuyas escenas ella miraba con pasión, detenimiento y perfectamente sentada y relajada un lienzo con el retrato de Carlota Valdés que permanece colgado en un pequeño espacio de un museo. Hoy observar una escena parecida es casi impensable en muchas pinacotecas. Un estudio publicado unos meses atrás revela que el tiempo que suele pasar un visitante delante de una obra de arte son unos exiguos 8 segundos. Un tiempo a todas luces insuficiente para que una persona pueda llegar a apreciar un cuadro con todos sus matices, sobre todo si es una de esas obras que han marcado el devenir de la historia del arte, como es el caso de «Las meninas», «La Gioconda», «El Guernica» o «La ronda de noche». Es prácticamente imposible siquiera poder hacerse una imagen en conjunto de la pieza. Y a eso hay que sumar la moda de contemplar los caravaggios, los rafael, los vermeer a través de la reducida óptica de un teléfono móvil, que, desde luego, no es la mejor manera de alcanzar el síndrome de Stendhal. La foto como souvenir parece que ha sustituido el placer que suele proporcionar la emoción del descubrimiento. El viaje guiado por el conocimiento ha sido sustituido por el turismo de masas. Y en el cambio, algo nos estamos perdiendo.