Crítica de libros

El hombre que hablaba siete lenguas

El hombre que hablaba siete lenguas
El hombre que hablaba siete lenguaslarazon

Un agente literario norteamericano le pide a un escritor que describa «en tres frases» su novela. La petición es irritante para cualquier autor, pero si se tiene enfrente a un hombre nacido en 1914, en un país desaparecido del Imperio Austrohúngaro con nombre de opereta, Bucovina, y es hijo de una aristocrática familia de funcionarios imperiales, la respuesta tendrá muchas páginas y estará llena de sarcasmo desde la primera respuesta: hay mucha diferencia entre pensar una parte de la tierra como la propia patria, o como terreno de operaciones. Esa patria no era sólo su país, entonces la patria era todo el imperio en el que se desenvolvían y las ciudades que los acogían porque los jóvenes de aquellos países solían estudiar en Viena y pasaban buenas temporadas en París. De modo que a la hora de buscarse a sí mismo en lo que un día fue «el dulce centro del mundo», el narrador, el mismo Gregor von Rezzori, debe escarbar entre las ruinas de un vasto territorio físico y espiritual cuyo eco devuelve nombres y acontecimientos que han dibujado la historia occidental del siglo XX. Debe hablar de su historia familiar marcada por un exuberante cosmopolitismo, de la alegre «tregua» del periodo de entreguerras, de la entrada de Hitler en Viena, el antisemitismo, la Segunda Guerra Mundial, el Proceso de Nüremberg.

Los supervivientes

El autor no estructura de forma clara su obra ni sigue un orden cronológico. Se desplaza de un tema a otro dejándose llevar por el hilo de sus disertaciones o sus sentimientos, y el libro crece alimentado por «ocurrencias extravagantes, esperanzas, anhelos, sueños, visiones, remordimientos, desesperación, sabiduría y torpeza». A un ritmo frenético, con infinidad de registros, con citas, versos o canciones franceses, rusos, o yiddish (el autor hablaba correctamente siete lenguas y «muchas otras» ya de-saparecidas) tocando infinidad de temas, desde el art decó al Apocalipsis pasando por Nietzsche o Beethoven, hablando de las mujeres a las que amó, de las prostitutas «tan generosas como las palabras de la lengua que utiliza» y de ese Abel del título que en el texto pasa a llamarse Schwab y también pertenece al mundo perdido que transformó en Caín a los supervivientes.

Von Rezzori exhibe su destreza lingüística, sus brillantes malabarismos verbales, su inagotable ironía, pero también, en este prodigio de libro tan lleno de vida y tan actual, encontramos pasión, nostalgia, tristeza, desarraigo, dudas y miedo. Escrito en 1976, en él está la esencia de obras como «Memorias de un antisemita», «Un armiño en Chernopol» o «Edipo en Stalingrado». Comparte con Stefan Zweig la brillantez intelectual y la nostalgia por aquel «mundo de ayer», pero él pudo vivir en la nueva Europa hasta su muerte en 1998 en la Toscana, donde pasó los últimos treinta años de su vida. Afortunadamente, si visitó alguna vez la isla de los lotófagos, a los que cita varias veces, no perdió la memoria y pudo escribir este libro que debería ser considerado como uno de los hitos literarios del siglo XX.