
Crítica de libros
Sed de mal en Granada

Parece evidente que a Justo Navarro le interesa más el entrechocar de los sustantivos, sonoros como bolas de un pin-ball en un billar, que una sólida trama policial. Aunque en «Gran Granada» aparezca un policía franquista, tan omnipotente como el manipulador y abyecto capitán Quinlan, y varias muertes certifiquen de forma un tanto enrevesada que estamos en un relato típico de novela negra, nada es lo que parece. Justo Navarro prefiere jugar con la lengua, entretenerse en pormenores literarios que demoran una acción que nunca acaba de concretarse ni progresar, entre listados interminables de nombres, marcas, enseres y objetos atrabiliarios, que buscan más la pirotecnia literaria que la sustancia criminal, la indagación, la trama policiaca y el descubrimiento de un misterio.
Atmósfera negra
Se centra más en las intrigas del franquismo de los primeros años sesenta y las pasiones secretas y chantajes de una generación de la clase bien de la «Gran Granada» que representan, siendo generosos, su visión del clima moral de esa época. Para Justo Navarro, el estilo es lo esencial, muy del gusto del hermeneuta universitario, y el resto es anécdota. Caer en el género policiaco, del que utiliza la atmósfera negra y sus recursos, le abocaría a una escritura de corte popular y, por tanto, de poca enjundia, como revela, irónico, el dibujo de Chaco, portadista histórico de la popular serie «G.P. Policiaca» de Plaza & Janés. Se diría que la novela negra es desde los 70, para el escritor con pretensiones literarias, de izquierdas y a veces intelectual, un pretexto con el que decorar sus creaciones personales. Un papel pintado que prestigia siempre que no se caiga en sus redes genéricas. Lo que importa es la etiqueta negra que sirve para lanzar un producto que pretende darle esquinazo. «Gran Granada» es una novela de enigma tratada de forma enigmática, al modo de «El año pasado en Marienbad» (1961), con su añoso retorcimiento barroco típico de Alain Robbe-Grillet, y pautada por la estructura desquiciante de la morbosa «Sed de mal» (1958). Lo que no significa que la intertextualidad dote a la novela del prestigio de la una ni del genio de la otra. Se trata de utilizar los estilemas repetitivos del «nouveau roman», combinados con el gusto por la atmósfera kafkiana y la putrefacción moral de este filme de Orson Welles, para componer un metarrelato circular y fragmentado, al modo del juego literario de las tópicas cajas chinas, el relato de un relato dentro de un relato, como un rompecabezas que asume la estructura ambigua de una enmarañada trama criminal, cuyo desenlace busca confundir retóricamente la realidad literaria con algo tan plausible en la ficción como es la pesadilla, que aquí no es otra que la del franquismo manipulando su propia historia hasta borrarla. Ésa es, según Justo Navarro, la insaciabilidad de la sed de mal del franquismo: el relato de un relato que metafóricamente se esfuma al relatarlo.
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