Gabriela Mistral, la poeta que renegó del feminismo «de salón»y el lesbianismo
En «Lucila», Patricia Cerda aclara la sexualidad de la escritora chilena y el precio que pagó por su falta de activismo político
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Gabriela Mistral (1889-1957) trabajaba como maestra en una escuela chilena para señoritas cuando se presentó a un concurso con «Los sonetos de la muerte». Seis décadas después, su compatriota Patricia Cerda aprendía a memorizar esos versos en los que, a pesar de no entender, intuía misterio. Se quedó con la idea de que era «impenetrable», pero la poeta la esperó paciente, «sin plazo ni tiempo», como diría en una de sus composiciones, y hoy la novela que pone en nuestras manos lleva su nombre, «Lucila» (Penguin Libros). Así se llamaba Mistral. Lucila Godoy, Premio Nobel de Literatura en 1945.
«Con humildad, pero movida por un deseo de aprender de ella», Cerda nos explica que sintió el anhelo de rescatar su figura hace dos años, durante un proyecto literario centrado en la memoria cultural chilena y latinoamericana. Y empezó a indagar en sus pasiones ardientes, en los besos inventados para sus amantes y en la forma de exprimir su alma..
«Lucila» recrea el último viaje de Mistral a Chile en 1954, tres años antes de su muerte. Cuenta su llegada a Valparaíso en barco, su paso por Santiago y su visita a su patria chica, que era el Valle de Elqui. «Allí la poeta se reencuentra con los recuerdos de Lucila, la joven que ella era antes de salir a recorrer el mundo; la muchacha curiosa, autodidacta, espiritual. Siempre dijo que toda su poesía provenía de su infancia y de esa patria chica». Una de las imágenes con más fuerza de su novela es la relación con su madre Petronila y su hermana Ernestina. «Tres mujeres humildes apoyándose mutuamente para salir adelante: un modelo de dignidad humana».
Poderosa es también la figura de su hijo, Yin Yin. Su suicidio, en 1943, fue el capítulo más oscuro de su vida y con él quedó enterrada «la parte tierna de su personalidad». Ni siquiera su recuerdo apaciguaba la tristeza. «Yin Yin no era su sobrino, como ella decía, sino su hijo biológico, fruto de una relación furtiva en 1925, cuando ella recién había llegado a Francia. Fue un secreto que la poeta se llevó a la tumba y que ahora sabemos por las declaraciones de Doris Dana, su última pareja, quien acompañó a Mistral desde 1948 hasta su muerte en 1957».
Las revelaciones de Cerda aclaran, al menos en parte, la enigmática vida sexual de Mistral. «No cabría muy bien en la categoría de lesbiana porque también amó profundamente a hombres que le inspiraron cartas apasionadas y poemas, como «Los sonetos de la muerte», dedicados a un amante que se suicidó. Se enamoraba del alma, no de sus genitales».
La autora sospecha que, si hubiese vivido en esta época, no portaría ninguna bandera. Ni siquiera la del feminismo. Con matices. Cuenta en «Lucila» que, en un encuentro, al preguntarle si se consideraba feminista, Mistral respondió que no. Pero su respuesta le hizo reflexionar durante días. «¿Era o no feminista una directora de liceo que motivaba a sus alumnas a ser independientes y ganarse la vida por sí mismas? ¿Era o no feminista una mujer que no necesitaba de un marido que la mantuviera? ¿Era feminista su hermana, que las mantuvo a ella y a su madre desde que tenía quince años? Hay preguntas que empequeñecen a los interpelados. No se identificaba con ese feminismo de salón que parecía una expresión del sentimentalismo mujeril, quejumbroso y blanducho». Les reprochó no tener idea de la vida y las necesidades del pueblo. La poeta hablaba con la autoridad de quien había vivido la pobreza en carne propia. «Veía al feminismo a la chilena como una especie de tertulia, más o menos animada, que se desarrollaba en algunos barrios pudientes de la capital».
Lo fascinante de Mistral era que no se adscribía a ningún programa y a ninguna ideología. Cerda está convencida de que hoy haría lo mismo: «Siempre luchó por mantener su independencia intelectual. Seguiría apoyando la igualdad de género y la justicia social, siendo a ratos conservadora y a ratos progresista, de acuerdo con sus intuiciones sobre lo que le hace bien a la humanidad».
Bien por su franqueza, bien por razones políticas, o incluso por envidia, Mistral no ocupa, en su opinión, el lugar que merece. «Después de ganar el Premio Nobel, la izquierda chilena trató de ganarla como vocera. Pablo Neruda le ofreció el Premio Stalin de la Paz, pero ella lo rechazó. Tampoco asistió a los congresos en los que los creadores se consagraban mutuamente». Por su falta de activismo político, quedó fuera, se tergiversó su imagen y la pintaron como «una mujer asexuada».