La epidemia de suicidios que asoló Alemania
El historiador Florian Huber desvela el último secreto de 1945: las inmolaciones masivas de personas en el país germano cuya cifra sigue siendo todavía imposible de calcular
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Es el último tabú que quedaba de la Segunda Guerra Mundial. Un episodio silenciado. Los suicidios en masa que asolaron Alemania en 1945, coincidiendo con la caída del Tercer Reich. Una realidad que se ha llegado a definir como “epidemia”. Las cifras precisan la dimensión del suceso. Solo en Berlín, alrededor de 10.000 mujeres se quitaron la vida después de ser violadas por los rusos. En Demmin, una población de 15.000 personas, se suicidaron 1.000. “Mujeres, hombres y niños acudieron en masa a su cita con la muerte. Entre los muertos había bebés y niños pequeños, escolares y adolescentes, hombres y mujeres jóvenes, matrimonios, personas en la flor de la vida, jubilados y ancianos”, comenta Florian Huber, el autor de “Prométeme que te pegarás un tiro” (Ático de los libros), un volumen esclarecedor, brutal, que arroja luz sobre una de las realidades más brutales y desconocidas del final de la contienda. Entre esos fallecimientos, como pone de relieve el autor, no existía ningún patrón. Había de personas de todas las profesiones y jerarquía social. “Los suicidios de Demmin fueron una muestra y un reflejo de la sociedad rural alemana. Era como si las ganas de morir se hubieran apoderado repentinamente de todo el mundo”. La cuestión es por qué ocurrió cuando, tal como subraya el historiador, Alemania no contaba con la tradición de inmolarse como ocurre en otras naciones, como, por ejemplo, en Japón.
Saqueos y violaciones
Cuando los suicidios empezaron en la población de Demmin, apenas quedaban hombres –la mayoría estaban destinados en el frente–, y los soviéticos entraron en sus calles. Los saqueos, la violencia y los crímenes que cometieron todavía se recuerdan con espanto. “Soldados que violaron repetidamente a una joven en un campo de espárragos. Una mujer de sesenta y cuatro años que fue violada en plena calle, delante de su hija y su nieto”. Lo que podía ser un asunto local, se convirtió en un problema nacional. El reverendo Gerhard Jacobi fue el primero en denunciarlo y en usar el término “epidemia de suicidios”. “Existe el riesgo de una epidemia de suicidios. Recibo regularmente visitas de feligreses que me confiesan que se han procurado ampollas de cianuro. No ven ninguna otra salida”.
Teniendo en cuenta que muchos eran católicos y que el suicidio es una de las mayores faltas que se pueden cometer, tenemos ya un apunte de la desesperación general que cundía. Según Huber, existen varios motivos detrás de estas decisiones drásticas. La primera y más evidente, la llegada de los rusos, que venía precedida por su rapacidad y los abusos que cometían contra las mujeres. “Se acabó, hija mía, prométeme que te pegarás un tiro cuando vengan los rusos, sino, no volveré a tener un momento de paz”, le dijo un padre a su hija. Huber recoge otro testimonio estremecedor en Lossen: “En su desesperación, la mujer del sastre, la señora Pfeifer, ahorcó a sus tres hijos, de entre ocho y trece años, y luego a sí misma”. Como confirma él, “hombres, niños, mujeres y soldados se ahorcaron, se ahogaron, se envenenaron o se pegaron un tiro, juntos o en solitario”. La documentación resulta apabullante: “En Belgard, en Pomerania Central “se habían cavado fosas comunes en el cementerio porque no había otra forma de enterrar a los cadáveres. Mucha gente se había quitado la vida””.
Pero lo que comienza como una reacción al avance de los ejércitos de Stalin acaba convirtiéndose en algo más serio y profundo. Y es aquí donde el libro de Huber alza el vuelo y pone sobre la mesa lo más grueso y lo más duro de toda su argumentación. Para ello recurre a un término respaldado por Émile Durkheim: «Anomia». Este vocablo se refiere a esas comunidades que han perdido el marco de sus valores y que dejaban sin un suelo moral a una sociedad y, por tanto, sin un sentido para sus vidas. El hundimiento del Tercer Reich fue ese desencadenante. Habían vivido bajo el hechizo de ese enorme hipnotizador que era Adolf Hitler desde hace años. Su desaparición, sobre todo entre sus fieles más entregados, pero también en otros que habían confiado de manera absoluta en él, les dejó desorientados. Todos, como dice Huber estaban «enamorados de Hitler». Aunque la realidad del frente no podía engañarlos. «Los soldados que volvieron del frente no solo pintaron un cuadro de la guerra diferente al de las ofensivas victoriosas. No solo hablaron de batallas increíblemente crueles, hambre, frío y estupor. También narraron los crímenes cometidos en nombre de Alemania contra civiles».
Muchos empezaron a sospechar que algo no iba como debía. «Todo lo que había construido en mi vida y todo el contenido de mi juventud estaba disolviéndose por completo», asegura uno. La marcha de la guerra deterioraba la imagen que había mantenido el Führer. La batalla por la capital de Alemania, terminó por desintegrar su embrujo. Muchos despertaron. Algunos optaron, como hizo él, por coger una pistola. El resto, de repente, despertó. Descubrieron los crímenes y la guerra que habían respaldado. De repente, se habían convertido en víctimas.