Los últimos días en Berlín de Paloma Sánchez-Garnica: un paseo por la memoria desdibujada del nazismo
Recorremos las calles de la capital alemana de la mano de la autora finalista del Premio Planeta y nos adentramos en los escenarios literarios de su novela para intentar entender el comportamiento de la sociedad tras la llegada al poder de Hitler
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En esta ciudad atravesada por las heridas restañadas de Europa las bicicletas siempre tienen prisa, la luz miente sobre el tiempo que ha pasado desde que abriste los ojos y en el barrio judío se puede escuchar la vida a través del silencio vertical del interior de las sinagogas o el campanilleo de los vasos de cerveza en las terrazas escondidas de los patios urbanos de Heckmann-Höfe. Mientras parpadea taciturno y quebrado el cielo de un Berlín donde se acantila el recuerdo del pasado ahogado por la riada violenta del nazismo y cubre nuestras cabezas insignificantes de turistas ordenados antes de que nos aproximemos a la obra del arquitecto neoyorquino Peter Eisenman, Andrés, nuestro guía -extraordinaria y marcadamente argentino-, propone un ejercicio en las puertas del Monumento al Holocausto, también conocido como Monumento a los judíos de Europa asesinados. “Quiero que se adentren en este laberinto compuesto por 2711 bloques de hormigón, que caminen a su ritmo, que lo ocupen libremente, que se dejen llevar por este proyecto que Eisenman diseñó con el objetivo de producir una atmósfera incómoda y confusa con el que buscaba representar el desequilibrio de un sistema que perdió contacto con la razón humana. Cuando lleguen al otro lado, si les parece, compartimos sensaciones”, nos insta al grupo de periodistas que estamos recorriendo las calles de la capital alemana y los escenarios de la novela finalista del Premio Planeta 2021, “Últimos días en Berlín”.
Su autora, Paloma Sánchez-Garnica, cuya generosa mano literaria no nos suelta en ningún momento del recorrido, vuelve a ubicar su escritura en la ciudad berlinesa (enclave que ya vertebraba su anterior novela, “La sospecha de Sofía”) para desgranar con sublime delicadeza las consecuencias humanas que se producen en el traqueteo de cotidianidad de la gente corriente tras el ascenso de los totalitarismos y lo hace articulando este proceso de envenenamiento progresivo a través de la figura protagonista de Yuri Santacruz. Un joven ruso que después de huir de San Petersburgo asfixiado por una revolución que había esquilmado literal y metafóricamente a su familia hasta dejarla sin nada, aterriza en un Berlín que acaba de comenzar su particular descenso a los infiernos de la Historia coincidiendo con el nombramiento de Hitler como canciller y se ve obligado a lidiar con la dicotomía de tener que sobrevivir al nazismo pero también de sortear las cruentas dificultades del estalinismo que condicionaron su pretérita realidad. “Estuve durante algún tiempo valorando si meterme de lleno con el tema del nazismo o con el del bolchevismo, estalinismo, leninismo de la Revolución Rusa, pero leyendo a Hanna Arendt y reparando en su afirmación de que “los grandes totalitarismos del siglo XX son el estalinismo y el nazismo”, por las características que ella considera ambos tuvieron, pensé bueno, voy a hacer una historia río que sea un reflejo de los dos”, afirma.
Uno de los grandes conflictos morales que sobrevino a Sánchez-Garnica -que asegura que su licenciatura de Historia y Geografía le enseñó a buscar, a indagar, a mirar- durante la confección iniciática de la historia tal y como confiesa en conversación con este periódico mientras paseamos por el corazón del parque de Tiergarten en donde se encuentra el Monumento de Guerra Soviético que conmemora a los 80.000 soldados del Ejército Rojo que murieron durante la Batalla de Berlín, fue el grado de complicidad o de consentimiento involuntario que adoptó el pueblo alemán con respecto a las atrocidades que se estaban cometiendo pese a que llegaron a contabilizarse 42 tentativas de asesinato contra Hitler.
Esa connivencia colectiva, ese silencio hermano de la muerte, resulta absolutamente incomprensible si se analiza desde una mirada contemporánea que condena y observa con espanto un comportamiento determinado en un momento concreto de la cronología totalitarista desde la libertad heredada de un sistema democrático, pero, como en todo, es necesario contextualizar los afectos, los porqués, los motivos, los impulsos, los detonantes sociales y viajar al epicentro de las casas del Berlín que existía en 1933 o incluso fabular con el corazón y la realidad de las personas para, exentos del cinismo que otorga un presente desembarazado de lacras pasadas, ser capaces de responder a las preguntas; ¿Qué hubieras hecho tú? ¿Cómo habrías actuado si el Estado amenaza de manera oficial con matar a tu familia o te sientes paralizado por el miedo? ¿Estarías realmente dispuesto a morir por tus ideas? ¿Pondrías en juego la vida de alguien querido para poder luchar por aquello que consideras justo?
Veneno inoculado
“Se ha hablado innumerables veces del Holocausto o del horror de las trincheras en la guerra, pero yo no quería meterme ahí. Sino analizar el veneno que se va filtrando en las conciencias de gente normal. Una sociedad no es excesivamente violenta por naturaleza o antisemita, la Europa de entonces no era especialmente fanática. ¿Cómo entender entonces el éxito de esa filtración venenosa que terminó provocando que la gente actuara como actuó? Hitler ganó las elecciones el 5 de marzo del 33 con el 44% de los votos: era la mayoría, pero no la mayoría absoluta y además hay que recordar que lo hizo utilizando métodos que rozaban la ilegalidad como lo que pasó con el Reichstag, la detención inmediata de toda la oposición de izquierdas y el hecho de que no se les permitiera ir a las urnas alterándose así lo que debían haber sido en realidad los resultados. Lo que ocurre llegados a este punto es que muchos alemanes veían en el nacionalsocialismo y en la figura de Hitler la solución a sus problemas, que en ese momento eran muchos. Hablamos de una sociedad que venía mermada del Tratado de Versalles, que estaba en crisis, polarizada y que tenía seis millones de parados”, aduce la escritora.
“De repente –prosigue– aparece un partido, el nacionalsocialista en ese momento, que llena ese vacío, especialmente del 30 al 33. Una amplia parte de la sociedad, frágil, vulnerable, recibe el mensaje que quiere oír. Les convencen y consiguen su voto. El problema aquí es que el nazismo no se presenta como una dictadura, se envuelve en una piel de cordero salvadora. A finales de marzo Hitler ya tenía el poder absoluto y la disidencia se vuelve en ese momento imposible. Hacer oposición a una dictadura supone como mínimo la detención o directamente la aniquilación. Y un ejemplo claro de las consecuencias de esa oposición fueron los campos de trabajo, que luego mutaron en campos de concentración y finalmente en campos de exterminio: el primero fue Dachau, que se abrió el 21 de marzo del 33: ahí llevaban a los disidentes políticos, a los que no estaban de acuerdo, para matarlos a trabajo y que dejaran de pensar. Muchos murieron, fueron asesinados y los que no, salieron de allí completamente reseteados”.
Es al comienzo de la reflexión irremediable a la que empuja el nacimiento de estos sistemas profundamente perversos cuando la escritora se interroga a medida que nos alejamos del edificio de la Biblioteca Estatal diseñado por Hans Scharoun a finales de los años 60 –emblemático icono cinéfilo para los amantes de Wim Wenders que tanta importancia adquiere en “El cielo sobre Berlín”– y ponemos rumbo a la Puerta de Brandeburgo: “¿Eran entonces todos los alemanes nazis? Había algunos que aun no siendo nazis se aprovechaban de la situación, los puestos que dejaban libres los judíos los ocupaban “arios”, los comercios que tenían que cerrar los judíos, los absorbían los “arios”. Hubo muchos segmentos de la sociedad alemana considerada aria que sin ser necesariamente nazis se aprovecharon de los problemas que tenían los judíos. Y luego el miedo, el terror, como instrumento de control de la disidencia: el miedo a ser señalado, a la delación, a ser denunciado por cualquiera. La Gestapo en realidad tenía muy pocos hombres, pero poseía una ramificación en toda la población de potenciales denunciantes muy efectiva. Denunciantes que te señalaban directamente y podían ser tu vecino, tu amigo, tu compañero de trabajo. La sociedad enmudece, se divide, se acobarda. Tú puedes dar tu vida por una causa, pero si van a tocar a tu madre, a tu padre, a tu hijo, a tu marido… dices “me callo”. No digo nada y aguanto. Y eso es lo que le pasó a la mayoría de alemanes: unos miraron para otro lado, otros se aprovecharon y una gran mayoría optó por el silencio”, indica.
Otra de las líneas narrativas que sobresalen en la novela aportando un punto de vista diferente en la disección de un periodo histórico ampliamente narrado como el nazismo es el sufrido por las mujeres alemanas violadas al término de la Segunda Guerra Mundial. “En este caso se ocultaron ellas mismas por vergüenza, por miedo a ser repudiadas por sus maridos, que volvían vencidos y humillados. Tanto es así que muchos las abandonaron porque no soportaron la idea de que sus mujeres hubieran sido violadas en innumerables ocasiones por tantos hombres durante muchos días”, explica.
A escala masiva, desde niñas de apenas diez años hasta ancianas de ochenta, el cuerpo de las mujeres se convirtió en una cáscara muerta receptora de rabia, canalizadora de ira, en un cuenco vaciado sobre el que verter el embrutecimiento animal de la guerra. “Somos el punto débil de la sociedad siempre. A las mujeres alemanas las violaban soldados que venían de cuatro años de guerra. Los soldados alemanes tenían de vez en cuando permisos para desintoxicar la cabeza: volvían a casa tres o cuatro días. Algunos rusos en cambio, salieron por primera vez en su vida de sus aldeas en el 41 y no volvieron hasta el 45: esos cuatro años les envilecieron, les convirtieron en seres sin humanidad, habían visto muchísimas matanzas, habían visto morir a sus familias, sus mujeres, sus hermanas o sus sobrinas a manos de los alemanes y tomaron a las mujeres como botín de guerra con un afán de venganza desaforado”, destaca. “No había protección ninguna porque el poder, que en ese momento lo ostentaba Stalin, tampoco hizo nada por frenar semejante barbarie. Dijo que era normal que los soldados quisieran divertirse después de tanto sufrimiento. Además, el caso de las mujeres alemanas es más sangrante todavía porque los aliados, que no fueron ningunos santos, Inglaterra y Francia, violaron no a gran escala como hicieron los rusos, pero también tuvieron sus excesos, banalizaron esa tragedia de las mujeres alemanas y no las consideraron como víctimas porque eran alemanas. Estas mujeres hicieron lo que muchas veces hemos hecho a lo largo de la Historia: guardar silencio”, completa resignada.
Evocación de un sueño demencial
En el geométrico bloque donde sitúa la escritora la vivienda de Yuri, acorazada por esas ventanas abuhardilladas situadas en techos inclinados por las que “penetraba la plomiza claridad berlinesa” y confluía un compendio amalgamado de creencias y perfiles diferentes que respondían al arquetipo de vecino, amigo o compañero de trabajo delator, nazi, migrante, amante, verdugo, víctima, héroe, santo, monstruo, escapista, se puede leer ahora una vistosa cartela culinaria de corte asiático, “Pekín Ente” (”Pato Pekín”), que advierte de la gentrificación de la ciudad, de los cambios producidos en un lugar que ya no existe, pero también del tamiz inexorable del tiempo.
Dentro del Monumento al Holocausto, cruzando los dedos disimuladamente para no cruzarme con ningún desubicado o desubicada que alce la voz o esté haciéndose fotos sonriendo o saltando entre las piezas como si estuviera en un parque de atracciones del horror, camino despacio, me dejo arrastrar por el desnivel de los adoquines, transito en silencio la inmensidad de todas las piezas repartidas en esa disposición tentacular, fúnebre y amenazante que parecen aumentar su tamaño a medida que me acerco y pienso en Primo Levi, en esa realización de un sueño demencial en el que uno manda, nadie piensa, todos caminan siempre en fila, todos obedecen hasta la muerte, todos dicen siempre sí. Quiero gritar no enérgicamente. Veo el fondo, algunos compañeros ya están en el otro lado, tengo la certeza de que la asfixia va a terminar, llego a la otra orilla. Cruzo porque hay luz y soy capaz de verla. Porque como dice Sánchez Garnica, “pese a estar desposeídos de toda humanidad, aniquilados, reducidos, humillados, vilipendiados, convertidos en esqueletos andantes, hubo víctimas del nazismo que lograron encontrar un sentido que dar a su vida aferrándose al amor y la memoria: la esperanza de encontrarse con su esposa, tener un poema en la cabeza que poder repetir a sus hijos”.