La canción del verano (VI)

Consenso comunicativo con el «Aserejé»

La letra de Las Ketchup no hablaba ni de playas ni de bikinis, pero se convirtió en el éxito del verano: número 1 en más de veinte países

Las Ketchup
Las KetchupEurovisión

Una de las características que siempre se dio por sentada como imprescindible en las canciones de verano consistía en –aparte de un estribillo asaz pegadizo melódicamente– disponer de una letra condimentada con todos los ingredientes veraniegos: el sol, la playa, el mar, los trajes de baño, etc. Pero las décadas fueron evolucionando y, con ellas, los medios mecánicos de reproducción musical y eso, inesperadamente, modificó las canciones del verano y les añadió elementos ajenos a ellas.

Tras su omnipotencia comercial en la década de los 70, llegaron los años 80 y el reinado omnipotente del video clip, que no mermó el potencial de las canciones de chiringuito y playa, si bien hay que reconocer que tampoco les aportó gran cosa. La única variación se dio cuando, al filo del cambio de siglo, un astuto productor andaluz se dio cuenta de que, con la fuerza que había tomado lo audiovisual en el mercado de la canción ya no hacía falta ni siquiera mencionar en la letra los atractivos tópicos playeros. La idea era que ya daría cuenta de ellos –hasta hacerlos irresistibles– las golosas imágenes que acompañarían el videoclip de la canción. De hecho, se apercibió, con involuntaria perspicacia, de que incluso no hacía falta ni una letra coherente. Bastaba con algo que el público pudiera corear, tuviera significado o no. Lo único imprescindible era tener una contraseña colectiva y sonora para bailar en torno a ella. Así de tribales seguimos siendo los seres humanos.

Por tanto, Manuel Ruiz «Queco» (que así se llamaba el astuto productor), decidió usar el mismo sistema que había usado muchos años antes un clásico músico de rock llamado Little Richard en una canción titulada «Tutti Frutti». Little Richard, en esa canción, había sustituido el estribillo por una onomatopeya rítmica casi impronunciable que, representada en una serie escrita, resultaba algo tan incomprensible como: «Awopbopaloobop Alopbamboom!» (secuencia fonética que luego usaría el periodista Nick Cohn para titular uno de sus libros). El mensaje implícito de la onomatopeya venía a ser que no importaba la letra, porque en el rock de Little Richard lo verdaderamente importante era el baile.

A pesar de la complicación fonética –o más bien precisamente gracias a ella– la canción fue un hit. La siempre misteriosa afición de los humanos por las adivinanzas y los trabalenguas hizo que la audiencia se pirrara por aprender a pronunciar la secuencia sin equivocarse y la popularidad de la canción creciera geométricamente hasta convertirse en un hit.

Portada del disco Aserejé de Las Ketchup
Portada del disco Aserejé de Las KetchupLas Ketchup

Así que Queco, siguiendo la misma línea en el 2001, buscó una secuencia fonética aún más larga y no menos incomprensible y para ello se inspiró en una de las primeras canciones de un género que nació cuando él era joven en los ochenta: el rap. El resultado batió claramente en longitud a la secuencia de Little Richard con la siguiente línea fonética que consistía nada menos que en: «Aserejé, já dejé, dejebetú dejébere, sebi unouba, majabi an de bugui, an de buguidipí». El trabalenguas correspondía simplemente a intentar la pronunciación en fonética española de la primera estrofa en inglés de uno de los primeros temas de rap que inauguraron el género en los ochenta: el «Rapper’s Delight» de Sugar Hill Gang. La letra no mencionaba en ningún momento a bikinis, arenas, mar o playas. Pero tampoco le hacía falta, porque las imágenes de videoclip que obligatoriamente la acompañaron para venderla, contenían todos los tópicos, solo que visualmente. El vídeo estaba lleno de playas al borde del mar, barras al aire libre, suculentos planos de la parte inferoposterior del bikini de las señoras y pubis agitándose como cocteleras.

La mezcla del audio fonético con el visual playero resultó irresistible. «Aserejé» llegó a número uno en más de veinte países, y vendió más de ocho millones de copias. En el verano del 2001, todo el mundo probó fortuna en intentar memorizar y pronunciar el trabalenguas del estribillo. Unos con mayor fortuna y otros fracasando estrepitosamente. Curiosamente, en líneas generales, ellas solían tener más facilidad para hacerlo que ellos (o mayor interés en el juego).

Cuando el filósofo Jurgen Habermas habló por primera vez del consenso comunicativo es más que improbable que estuviera pensando, ni que fuera inconscientemente, en Little Richard y su famosa onomatopeya de la canción «Tutti Frutti». Y, por supuesto, aún menos en la letanía de estribillo del «Aserejé». Pero, en el fondo, describía algo parecido: ese misterioso atractivo que nos provoca reunirnos en torno al lenguaje.