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La otra Guerra de Cuba: la lucha entre el Ejército español y los mambises

España, sumida en una crisis interna marcada por el cantonalismo y la guerra carlista, se enfrentó durante diez años a una insurrección independentista en Cuba que preludió en muchos aspectos la más famosa Guerra de Cuba de 1895
La Ilustración Española y Americana, Isla de Cuba, Un combate en la manigua
La Ilustración Española y Americana, Isla de Cuba, Un combate en la maniguaLR
La Razón
  • Álex Clarmunt Soto - Desperta Ferro Ediciones

    Álex Clarmunt Soto - Desperta Ferro Ediciones

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El apelativo de “siempre fiel isla de Cuba”, dedicado a la perla de las Antillas, fue sin duda excesivo. En 1868, mientras estallaba en España la Revolución Gloriosa, amplias capas de la sociedad isleña acumulaban décadas de agravio, desde los terratenientes de la región de Oriente, ignorada por las autoridades en favor del más rico y fértil Occidente, hasta los cientos de miles de esclavos de origen africano sometidos a durísimas condiciones de vida. El descontento desembocó en el Grito de Yara el 10 de octubre de 1868, que marcó el inicio de una lucha de diez años por la independencia de Cuba. Fue una guerra de guerrillas en la que unas pocas decenas de miles de combatientes revolucionarios, los mambises, mantuvieron en jaque a fuerzas muy superiores en número y equipamiento merced a su conocimiento y adaptación al terreno de la isla, cubierto de bosques, montes y manigua, donde proliferaban enfermedades como la fiebre amarilla que diezmaban a los reclutas enviados desde la metrópoli, sumida, a su vez, en las crisis de la Revolución cantonal y la Tercera Guerra Carlista. Los sucesivos capitanes generales de la isla respondieron al desafío de los mambises con diversas estrategias, entre las que primaron la construcción de trochas fortificadas y las operaciones de pequeñas columnas que batían el agreste terreno isleño, en tanto que los independentistas, acaudillados por jefes hábiles y carismáticos como Carlos Manuel de Céspedes, Máximo Gómez y Antonio Maceo, centraban sus esfuerzos en devastar la economía azucarera de Cuba.
La mayoría de los combatientes mambises iban descalzos y su armamento era de lo más variopinto: fusiles Spencer y Remington, carabinas Enfield, escopetas, tercerolas y machetes. El suministro dependía de las expediciones exteriores, siempre inciertas, y de lo que se capturase al Ejército español. Las contraseñas que usaban dan buena idea de los ideales que los movían: Cuba libre, Bolívar, Washington, Libertad, América libre… La población de las áreas rurales estaba en general de su lado, de modo que contaban con abundantes espías de todas las razas y edades. Un oficial español, Tomás Ochando, escribió sobre los mambises que: "Desterrados de las ciudades desde el principio de la guerra, secuestrados por diez años de la vida civilizada; privados de las comodidades y recursos inherentes a la sociedad, el monte ha sido su patria y morada, encontrando en sus maderas, palmas, yaguas y bejucos, elementos para construir sus habitaciones; cuerdas en la majagua; platos, vasos y otros utensilios en el coco y la güira; ropas en los algodones y guacacoas; sombreros en el yarey; alimentos en las frutas, boniatos, yucas y otras raíces, y azúcar, miel, cera, aceites, medicinas y recursos variadísimos para satisfacer todas sus necesidades".
El Ejército español pudo enviar numerosos refuerzos a Cuba en los primeros años de la insurrección, así como formar unidades de voluntarios en las regiones urbanas de la isla. Sin embargo, la necesidad de guarnecer trochas, ingenios, haciendas, cafetales, pueblos y ciudades propició una dispersión de los efectivos que anuló la superioridad numérica de que gozaron a lo largo de la contienda. A mediados de 1871, había desplegados en la línea Júcaro-Morón, una tocha fortificada de más de 60 km de longitud que recorría de norte a sur la región central de la isla, de cinco mil a seis mil hombres en tres líneas de profundidad.
Los oficiales más avezados y experimentados se inclinaban por buscar activamente la destrucción de las fuerzas mambisas adentrándose en sus territorios. Para dar con el enemigo, las columnas españolas debían llevar a cabo marchas agotadoras a través de terrenos agrestes y desconocidos, en los cuales debían servirse de “prácticos” de la zona, de lealtad a menudo dudosa. El soldado Juan Escalera describe la dureza de aquellas marchas a través de las espesuras, los bosques y los montes: “los zapatos, si las lluvias han reblandecido el terreno, se hacen insoportables en los pies […]; y en cuanto a las ropas, con decir que son ligeras y que íbamos constantemente entre zarzas, se comprenderá fácilmente su estado”.
Solo la llegada en 1876 de Arsenio Martínez Campos inclinó la balanza del lado gubernamental. El experimentado general venía acompañado por nutridos contingentes de tropas y contó además con la estabilidad y el apoyo políticos propiciados en la metrópoli por la Restauración borbónica. Merced a la combinación de tácticas agresivas con indultos, Martínez Campos logró forzar a los mambises a rendir armas en la Paz de Zanjón de 1878. Dos años después, los últimos focos insurrectos fueron neutralizados. Cuba siguió siendo española, pero a un elevado precio. La isla quedó devastada y, si bien se atendió la recuperación económica y se cumplió algunas de las demandas de los rebeldes, como la abolición de la esclavitud, España fracasó en la integración de la sociedad cubana en la política del Estado. La guerra estallaría de nuevo con virulencia en 1895.

Para saber más:

Desperta Ferro Moderna n.º 70: Cuba (1868-1878). La Guerra Grande.

68 páginas

7,50€

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