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"El proceso": Sepultado en la burocracia ★★★★☆

El director Ernesto Caballero ha acometido la difícil –o imposible– tarea de llevar a los escenarios la monumental novela Franz Kafka
Alberto Jiménez y Carlos Hipólito (a la derecha), en "El proceso"
Alberto Jiménez y Carlos Hipólito (a la derecha), en "El proceso"Luz Soria
La Razón

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Autor: Franz Kafka (versión de Ernesto Caballero). Director: Ernesto Caballero. Intérpretes: Carlos Hipólito, Jorge Basanta, Paco Ochoa, Ainhoa Santamaría, Felipe Ansola, Alberto Jiménez, Olivia Baglivi, Juan Carlos Talavera. Teatro María Guerrero, Madrid. Hasta el 2 de abril.
Con ilusión y con gran conocimiento sobre lo que hace, como siempre, ha acometido el dramaturgo y director escénico Ernesto Caballero la difícil –o imposible– tarea de llevar a los escenarios la monumental novela El proceso, de Franz Kafka. Desde luego, no pueden estar mejor desentrañadas y condensadas en su propuesta las laberínticas tribulaciones del protagonista del libro, Josep K., y los distintos niveles de significación que presenta el complejo texto original. La idea del ciudadano vapuleado y rendido ante una burocracia que, supuestamente, está diseñada para ampararlo; la idea más general del ser humano sepultado bajo una masa que ha dejado de ser humana; e incluso, en un plano mayor de abstracción, la idea del individuo tratando de llevar las riendas de un destino que no sabe si ya ha sido escrito, y tratando, por tanto, de rebelarse ante una fuerza o divinidad superior, están perfectamente expuestas –hasta donde lo permite la ambigüedad literaria de Kafka- en esta formidable producción donde todo ha sido cuidado al detalle.
La perturbadora atmósfera que han creado la escenógrafa Mónica Boromello, el iluminador Paco Ariza, el músico José María Sánchez-Verdú y el diseñador del espacio sonoro Miguel Agramonte sirve muy bien al director para mantener, e incluso para potenciar con inteligencia hasta el delirio surrealista, el carácter simbólico y expresionista del original, y colocar así, bajo coordenadas no realistas, al ambulante K. en su desesperado intento por comprender cuanto le sucede. Incluso hay una introducción que permite entender todo el desarrollo de la acción de manera circular, como un gran "flashback", o como una pesadilla con principio y fin pero de origen desconocido.
Todo ocurre entre sombras y visones traslúcidas, en un espacio frío y austero que evoca quizá las arquitecturas de los regímenes totalitarios. Ahí se mueven todos los personajes que interactúan con K.; personajes enfundados con un espléndido vestuario de Anna Tusell, en apropiados blancos, negros y grises, que muestran, merced a la caracterización de Sara Álvarez, un aspecto en parte humano y en parte fantasmal o clownesco. Dentro del elenco que ha de ir incorporando a cada uno de ellos –el director ha escogido de la novela más de una veintena de secundarios-, destacan especialmente Paco Ochoa, haciendo de Albert –tío del protagonista reconvertido aquí en amigo- y del sumiso Block; así como Jorge Basanta, espléndido en el papel del contradictorio abogado Huld. Del mismo modo, resuelven muy bien sus respectivas papeletas Ainhoa Santamaría, Felipe Ansola y Juan Carlos Talavera, aunque tengan personajes con menos posibilidades para el lucimiento. Algo irregular resulta Olivia Baglivi, joven y prometedora actriz que aún tiene que rodarse más para dar a la enamoradiza Leni la consistencia dramática que requiere. Alberto Jiménez, por su parte, está más acertado haciendo del capellán de la cárcel que del pintor Titorelli, al que concede un histrionismo tal que se malbarata el irónico y muy interesante sentido de su texto. Todos acompañan a un Carlos Hipólito, en la piel de Josep K., que vuelve a demostrar una solvencia técnica, una seguridad y un sentido del ritmo escénico que están al alcance de muy pocos actores. Siendo muy meticulosos, tal vez hubiera sido conveniente, esta vez, que la perplejidad de su personaje, muy bien acrisolada y expresada por el actor desde los primeros compases, transmutase antes, o de manera más gradual, en una indignación que aquí no llega hasta su segundo encuentro con el abogado.
Pero, en realidad, el único inconveniente importante de la propuesta estriba en la propia naturaleza del libro en el que asienta: Kafka habla de la tediosa inacción de una sociedad que no es capaz de aclarar o resolver la situación en la que ella misma ha colocado a uno de sus ciudadanos. Esa "tediosa inacción" puede adecentarse sobre el papel con las herramientas de la narración literaria, que permiten estimular la imaginación para que en ella sí puedan pasar cientos de cosas; pero resulta casi incompatible, y por eso es tan difícil y arriesgada la adaptación, con el principio de ostensión que rige el hecho teatral, según el cual en el escenario "pasa" lo que uno en su butaca "ve que pasa". Y, claro, pasar..., lo que se dice pasar..., en El proceso no pasa mucho.
En cualquier caso, el montaje tiene un nivel artístico y técnico tan alto que, sumado a la importancia del título, debería hacer que muchos, los que no lo hayan hecho aún, fuesen a sacar su entrada para disfrutar de una gran producción de teatro de texto de factura clásica como pocas se pueden ver.
  • Lo mejor: Es una producción impecable donde todo está perfectamente cuidado.
  • Lo peor: La monotonía argumental que la propia naturaleza de la trama exige en sí misma.