Todo lo que le debemos a Rita Azevedo Gomes
La directora portuguesa, por fin reconocida, estrena "El trío en mi bemol" adaptando un texto teatral de Éric Rohmer
Sevilla Creada:
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Es curioso y resultado también del machismo sistémico cómo el nombre de Rita Azevedo Gomes, tan clave para el cine de autor contemporáneo, apenas es estudiado en los grados dedicados, sí algo más en ciclos y especiales de filmotecas, cuando ya el café es solo para muy cafeteros. Pero es que desde la directora de «O som da terra a tremer» (1990) o «Correspondencias» (2016) se pueden entender filmografías tan en boga como las de Albert Serra, Wes Anderson o Alice Rohrwacher.
Tras alcanzar, ahora sí, un nuevo reconocimiento motivado por la dirección de los festivales más importantes de todo el mundo, Azevedo Gomes regresa a la dirección para enmendar otro agravio histórico. En «El trío en mi bemol», película que presentó en el último Festival de Sevilla justo antes de atender a LA RAZÓN, la realizadora adapta un texto teatral que Éric Rohmer jamás llegó a rodar. Y lo hace aprovechando las formas del metacine, como presentando una película tan perfecta que solo podría definirse como «a medio hacer», una especie de trampantojo simétrico en el que una pareja no termina de romperse antes de que comience otra, bailando en la pieza homónima de Mozart de la que parte todo y que, en francés, portugués y hasta español, se revela como arrebato de genialidad.
«Hace ya más de diez años, un productor se acerco a mí, justo cuando estaba rodando "La venganza de una mujer", para hablarme del proyecto. Su idea era hacerlo en el teatro, pero radiado, como una producción digna de la posguerra. Se complicó demasiado, y no tenía claro si quería hacerlo, me parecía demasiada parafernalia. ¿Qué hice? Empecé a traducir, pero no tanto desde el idioma como desde la filosofía, intentando descifrar qué nos quería decir aquí. El subtexto es mucho más rico que el texto, y así es como salió el guion, una película, sobre una película, sobre una película», explica simpática la realizadora, sobre una película que durante años pareció imposible, hasta que llegó la pandemia.
Y sigue, sobre las partes más autobiográficas de una película que, dice, está concebida como un brindis al sol y por la vida: "Me parecía curioso, desde mi propia experiencia, hablar de cómo cambia la relación con los hombres desde que tienes cuarenta hasta que tienes sesenta. Ese triángulo amoroso solo se podía concebir jugando con esas edades", ríe antes de ahondar en esa revisión, por definición anti-misógina de uno de los autores de la "nouvelle vague" que peor resiste al ojo contemporáneo: "No lo había pensado así, pero sí es cierto que es una mirada eminentemente masculina la suya. Pero es un foco distinto, mucho más contemporáneo. Sería injusto culparle de ser un hijo de su tiempo, porque era un hombre brillante, un filósofo, un pensador. Quizá lo que más me interesa es su compromiso con lo absurdo en nuestras vidas, su aceptación de nuestra propia insignificancia, casi, desde la comedia", completa.
«¿Me molesta que se me valore tarde? Hay gente que ni siquiera puede hacer sus películas. Quizá ahora me cueste menos encontrar el dinero, porque la gente ya me conoce», explica la directora antes de seguir: «Me interesaba mucho el concepto de la película vacía. A dos niveles. Primero, porque venía relacionada con el mundo de Rohmer, y eso cargaba ideológica y estéticamente la película. Así que nos deshicimos de todo menos del texto. Y, luego, en un plano narrativo, quería hacer de ella una historia en femenino. No explícitamente feminista, no reivindicativa, pero sí contada desde el punto de vista de una mujer», añade Azevedo Gomes, valorando el lugar de privilegio que la cinefilia mundial le debe desde principios de siglo. «Cuando era joven, me crie en dictadura. Hasta el 25 de abril no podía viajar sin autorización de mi padre. No podía ni ir al cine por las tardes sin un hombre. Por eso, siempre he sentido que el cine no fue una decisión, sino una manera de poder escapar, una vía hacia lo que estaba prohibido. No creo que nadie me deba nada», resume humilde.
Y así, su filme se erige como una película para paladares exquisitos, para vistas poco cansadas y espectadores con ganas de exigirse un poco más ante la pantalla. No tanto por una cuestión sesuda como filosófica: se trata de un filme para pensarlo en su propio desarrollo, para convertirnos en un lego más de la directora. Tal y como son, al fin y al cabo, Rita Durão o Pierre Léon, colaboradores incombustibles aquí al servicio de una película que se siente milagro a cada minuto de metraje que transcurre en simetría.