Weegee, el fotógrafo de la mafia, en Hollywood
Se muestran por primera vez en España sus fotocaricaturas de grandes iconos del cine, su vertiente más desconocida
Madrid Creada:
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Weegee trabajó en una época espléndida: cuando los puros compartían el forro interior de las americanas con los revólveres. Era hijo de una familia judía de Ucrania que había emigrado a los Estados Unidos y muy pronto descubrió que su segunda lengua no era el inglés, sino la fotografía. Su reducida alzada suponía un paradójico contraste con su talento para desenvolverse con las cámaras, que resultaba de una enorme talla. Con un sempiterno puro en los labios, la mirada de los chicos que han frecuentado durante demasiado tiempo a los malos y una radio en el automóvil para sintonizar a la policía, muy pronto se reveló como el mejor fotorreportero de sucesos de Nueva York y de su país.
Sentía, además, cierta predilección por los marginados y las gentes que se movían por los adarves y caminos suburbiales de la sociedad: inmigrantes, vagabundos, pobres, mercaderes o vendedores ambulantes con predilección por los Domingos de Pascua. A todos los retrató con el franco naturalismo de esos hombres a los que nunca les ha gustado mentir. A lo máximo que se atrevía era tomarse una leve licencia y recolocar el sombrero a los muertos para subrayar el énfasis dramático de la instantánea: algo que seguro que consideraría como una cortesía post mortem. Hizo creer a la mayoría que su baja estatura era un signo de indefensión y, por eso, los mafiosos y gánsteres de la Nueva York, esos que cenaban espaguetis mientras decidían a quién mataban por la mañana, resultaban indulgentes con él y con esa inclinación que tenía por inmortalizar las bajas de sus bandas. Ninguno se había dado cuenta todavía de que la posteridad era una foto. Con esa premisa, enseguida se labró una buena fama que los diarios recompensaron publicando sus imágenes.
La Fundación Mapfre dedica una exposición a este genio, el primero en convertir el accidente automovilístico en un tema artístico –hasta Warhol lo seguiría después–, y que se acostumbró a convivir con hombres que terminarían siendo cadáveres. Se dio cuenta enseguida de que EE UU era un país que tendía a convertir el drama en espectáculo, desde el asesinato hasta los incendios de los edificios, que también fotografió y, por eso, cuando llegó a Hollywood decidió cambiar de tercio. Por primera vez se enseñan en nuestro país sus fotocaritaturas, imágenes distorsionadas de grandes intérpretes del séptimo arte, desde Charles Chaplin hasta Marilyn Monroe. De esa manera denunciaba la frivolidad del mundo del cine, esa tendencia a tomar todo un poco a la ligera, a la vez, obtenía algo de diversión. De esta forma tan sencilla se anticipaba, como advertía el comisario de la muestra, Clément Chéroux, a las críticas de la sociedad del espectáculo que arrancarían a principios de los sesenta en Francia. Weegee, una vez más, se adelantaba a todos.