Amarcord

Jim Heines o cuando la eternidad valía diez segundos (o un pelín menos)

El velocista estadounidense, el plusmarquista más duradero en la historia de los cien metros, fue el primero que derribó la legendaria barrera hace 54 años

Jim Hines, el primer hombre que bajó de los diez segundos en los 100 metros
Jim Hines, el primer hombre que bajó de los diez segundos en los 100 metrosfotoLa Razón

Faltan muy pocos años, quizá meses, para que un maratoniano –shows comerciales aparte– complete los 42,195 kilómetros en menos de dos horas y su nombre quedará en la historia por derecho propio, pero sin el brillo legendario de un Spiros Louis, un Emil Zatopek, un Abebe Bikila o un Eliud Kipchoge, si es que no es él el elegido porque su récord de 2018 (2h01:39) es ya una amenaza muy seria a los 120 minutos. Más de medio siglo antes, un ser humano fue el primero en correr cien metros en menos de diez segundos y su nombre, Jim Hines, ha quedado opacado por el de otros mitos como Jesse Owens, Carl Lewis o Usain Bolt.

En la época de los cronómetros manuales era imposible afinar a la centésima, de modo que los récords de las pruebas de esprint estaban compartidos. El alemán occidental Armin Hary fue el primero en correr en 10 segundos a unas semanas de los Juegos de Roma 1960 que ganó y, a lo largo de la década, otros siete velocistas fueron ostentando esa misma plusmarca mundial, entre ellos Jim Hines, que lo había logrado en Modesto, en mayo de 1967. Un año después, este chico de Arkansas volvía a California como favorito para los Trials que se disputaban en Sacramento y donde logró una gesta para la historia.

Los dos ganadores de las semifinales de aquel campeonato estadounidense se unieron a la nómina del 10: Charles Greene y el francés Roger Bambuck, que participaba como invitado. En la final, se produjo el gran acontecimiento, pues los tres medallistas –y elegidos por tanto para participar en los Juegos de México 68– acreditaron 9.9 segundos en una carrera en la que el juez de meta decidió el orden de llegada: bronce para Greene, plata para Ronnie Smith y oro, con récord del mundo, para Jim Hines. (Ni Calvin Smith ni Maurice Greene, detentores luego de la plusmarca universal del hectómetro, tienen lazos de parentesco con los dos nombrados. Es sólo un bromazo del destino.)

En octubre, el estadio de la UNAM acogió la más fabulosa competición atlética de todos los tiempos: la de los Juegos Olímpicos de México, en la que se estrenaba el cronometraje electrónico y la consiguiente afinación en centésimas. Jim Hines fue el más rápido de una final en la que participaban ocho atletas negros –casi una norma hoy, pero una llamativa novedad entonces– con un tiempo estratosférico de 9.89 que enseguida fue corregido a 9.95. Fue el único en bajar de los diez segundos, pues el jamaicano Lennox Miller se colgó la plata con un 10.04… que todavía mejora el récord español vigente que detenta Bruno Hortelano con 10.06.

La plusmarca mundial de Hines sobrevivió en las tablas casi tres lustros, hasta que Calvin Smith la batió (9.93) en el verano de 1983 en Colorado Springs, que igual que México DF facilita estas marcas con sus 2.000 metros de altitud. Los quince años y trece días de vigencia del récord lo convierten en el más longevo de la historia del hectómetro liso, si bien Usain Bolt amenaza con arrebatarle ese honor, ya que sus 9.58 del Mundial de Berlín cumplirán tres lustros en el verano de 2024 y no parece que trote aún por las pistas el velocista que destrone al Relámpago.

Tras conocer la gloria, Jim Hines descendió a los infiernos y no fue baladí en esta caída su firmeza de convicciones. Se negó a que Avery Brundage, el dirigente olímpico estadounidense abiertamente racista y admirador de Hitler, le entregase su medalla de oro y dejó el atletismo para enrolarse, sin demasiada fortuna, en dos franquicias de la NFL, Miami Dolphins y Kansas City Chiefs. Su compromiso con el Black Power hizo que no obtuviera ninguna ayuda ni reconocimiento cuando se vio, literalmente, tirado: vendió sus trofeos y encadenó empleos de mala muerte hasta retirarse en Giddings, un pueblecito de Texas donde nadie sabe que fue el hombre más rápido del mundo.