Deportes

Opinión

¡A silbar, a silbar, que el mundo se va a acabar!

La libertad de expresión ampara cualquier salvajada en un estadio... excepto que le piten a un futbolista

Aficionados españoles, en los alrededores del estadio de La Cartuja
Aficionados españoles, en los alrededores del estadio de La CartujaJON NAZCAREUTERS

Rafael de Paula, que era torero antes de que su padre le hablase a su madre y lo seguirá siendo en la caja de pino, resumió la opinión del público en cierta tarde de escasa inspiración, uno de esos días en los que su genio no estaba inspirado por lo que él denomina con solemnidad el Soplo: «Ha habido división de opiniones: la mitad se cagaba en mi padre y la otra mitad en mi madre». Cuando un profesional protagoniza un espectáculo y no cumple con las expectativas, aunque en la tauromaquia concurra el atenuante de estar jugándose el pellejo, va en el sueldo soportar las broncas e imprecaciones del respetable que, al ser el cliente, siempre tiene razón.

Cierto periodismo, la gran mayoría, se ha sumado al coro quejica de la selección española a raíz de los silbidos que escuchó Álvaro Morata en el partido contra Polonia y su actitud es, si cabe, más censurable que la de esos futbolistas o técnicos sin otro recurso para explicar sus malos resultados que reñirle al público. Porque el periodista, cuando exige «ayuda» al aficionado, actúa con el clasismo de quien vive en una burbuja privilegiada y olvida, por ejemplo, cosas tan elementales como que los espectadores que protestaron por los goles fallados del delantero no estaban acreditados ni invitados por ningún patrocinador, sino que habían pagado hasta 150 euros por una localidad, un desembolso que no conlleva el deber de «ayudar» a un determinado equipo –por muy España que se llame– sino el derecho, como mínimo, a que los artistas y sus amigos tribuletes no los abronquen públicamente.

El lunes, el pagador se sintió estafado por la torpeza de Morata igual que el melómano patea el suelo del patio de butacas cuando un tenor se empeña en emular a José Ángel de la Casa en el gol de Señor a Malta. Los futbolistas, desafiantes, se conjuraron para «callar bocas» esta noche mientras sus escribidores y radiofonistas de cámara se despachaban contra los protestones en términos gruesos: he llegado a leer la palabra «estúpidos» con todas sus letras. España, o al menos el debate público, parece irremisiblemente idiotizada. Morata, centro de las críticas con toda la razón, es dibujado como una débil criatura que puede afligirse, acoquinarse, venirse abajo… lo que sería la demostración palpable de que, pese a sus enormes virtudes futbolísticas, que claro que las tiene, no está para la élite.

España ha soportado, impertérrita, que dos aficiones puteen al Rey y conviertan la interpretación del Himno en una fuera para no incomodar a elementos disolventes que pretendían malbaratar al Estado como quien vende un sello antiguo en un mercado filatélico. Aquí se puede dejar al rey de putero y poner en almoneda la soberanía nacional amparado en la libertad de expresión, un manto que todo lo abriga excepto cuando los grandes consensos nacionales son cuestionados. O sea, que la doctrina del Gobierno consiste en tachar de fascista irredento a Santiago Ramón y Cajal (fallecido en 1934) o en debelar como fascista a José María Pemán (apenas bachiller cuando estalló la Guerra Civil) mientras que la sacrosanta libertad de expresión ampara a cualquiera que moteje como agente nazi a Felipe VI, un rey ejemplar sin mayor mácula que su incorruptible afán por no cuartear la nación.

Son dos cuestiones radicalmente distintas el folklore y el respeto por los símbolos nacionales. Si el españolito medio quiere a quince millares de «Manolos el del Bombo» apoyando de forma incondicional a la selección en Sevilla, lo lleva claro. Esta tierra –amante de la buena vida pero también cimarrona– jamás se plegará a su papel de palmera acrítica, por más que nuestro ADN rezume lealtad a la bandera rojigualda y estemos orgullosos de exportar símbolos nacionales.

Amamos a España pero no nos tragamos los cuentos de caminos con los que Luis Enrique pretende narcotizarnos. Y apoyamos a la selección, exactamente hasta el preciso instante en que unos supremacistas septentrionales nos intentan decir que se trata de una obligación patriótica. Mientras tanto, al contrario, silbamos con el orgullo de los pueblos que jamás se plegaron sino a su propia voluntad. Y que reviente Luis Enrique.