Amarcord
Henri Desgrange, la cabalgada de un loco sobre su burra de hierro
Antes de «inventarse» el Tour de Francia, Henri Desgrange fue un devorador de récords sobre las toscas bicis del siglo XIX. El 24 de abril de 1894 batió el registro de los 100 kilómetros
Henri Desgrange es universalmente conocido como «el padre del Tour de Francia», aunque quizá esta consideración resulte exagerada. Cofundador del diario L’Auto, precursor de L’Équipe, junto al barónJules-Albert de Dion, el perspicaz periodista no hizo sino cazar al vuelo la idea de uno de sus redactores, Geo Lefevre, que le sugirió organizar una gran carrera por etapas. El resto es historia. Antes, sin embargo, este polifacético abogado parisino, instructor en la Academia Militar de Saint-Cyr, había sido uno de los practicantes pioneros del ciclismo y protagonista de varias hazañas deportivas que quedaron fijadas en los anales. Sabía, en suma, lo que era sufrir encima de una bicicleta.
Letrado ejerciente ante la Corte de París a los 20 años, Desgrange se asocia en 1890 a la Asociación de Velocipédica Amateur, con la que comienza a participar en diversas pruebas. Enseguida, siente predilección por la pista y se embarca en retos insensatos, como su intento por recorrer más de treinta kilómetros en una hora: el mítico «Récord de la Hora» que aún hoy se trata de batir y que él estableció en 1893, sobre una máquina de piñón fijo que avanzaba 4,70 metros por pedalada, en 35.325 metros sobre la reluciente madera del Velódromo Buffalo Bill –llamado así porque el famoso cowboy actuó allí– de Neuilly-sur-Seine.
Desgrange quiso trasladar al velódromo las largas cabalgadas en ruta –se corría entonces una París-Brest ida y vuelta, un raid de 1.200 kilómetros de un tirón–, lo que los doctores de la época juzgaban imposible porque en la pista no es posible dejar de pedalear. Primero, con una contrarreloj de cien kilómetros al rebufo de una motocicleta; enseguida, con una prueba de resistencia de seis horas en las que recorre casi doscientos, también tras moto.
En la primavera de 1894, se siente preparado para romper en solitario la barrera de las tres horas en los cien kilómetros y el AVA, su club, organiza el evento en el Velódromo del Este, en la comuna parisiense de Charenton, cuyo óvalo de 333,33 metros favorece el alcance de mayores velocidades. Cinco mil aficionados atestan la instalación del boulevard Saint-Maurice y aguantan la respiración durante los trescientos giros de Desgrange, que devora el parqué como un metrónomo y logra cubrir la distancia en menos de 2 horas 40 minutos (2.39:18). «Un récord sobrehumano», sentenció la prensa del día siguiente.
Envalentonado, ese mismo verano trata de pedalear en solitario durante 24 horas consecutivas pero la lluvia lo obliga a desistir cuando ya llevaba más de media jornada. Desgrange sabe, a esas alturas de su carrera, que sus límites de resistencia son altos y se centra en rodar cada vez más deprisa. Mediado el último lustro del siglo, eleva el récord de las seis horas hasta los 183 kilómetros, lo que arroja un promedio descomunal de más de 30 kilómetros por hora para el que resulta decisiva la sustitución de las antediluvianas ruedas con neumáticos por unos finos tubulares que se deslizan mucho mejor por el suelo.
Henri Desgrange colgó la bicicleta al concluir la centuria, con la respetable edad de 35 años –casi un anciano para la época– pero nunca dejó de pensar en el ciclismo. En 1903, como es notorio, organizó el Tour de Francia en lo que fue una brillante campaña mercadotécnica para aumentar la tirada de L’Auto, su periódico, aunque la dureza extrema de aquella primera edición le auguró corta vida al invento. Nada más lejos de la realidad: Desgrange persistió con novedades insensatas, como la ascensión de los más altos «cols» alpinos y pirenaicos en vísperas de la Gran Guerra y aquella locura fue tomando forma hasta convertirse en lo que es ciento veinte años más tarde. Esa «máquina de triturar carne humana» a la que cada verano se enfrentan unos valientes montados en su burra de hierro.
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