Opinión

Nadal y el motivo por el que no suelo hablar en las bodas

A Rafa ya lo veo como un familiar cercano del que, literalmente, no puedo estar más orgulloso y sólo puedo desearle que disfrute de la vida

Nadal disputará el domingo su decimocuarta final de Roland Garros
Nadal disputará el domingo su decimocuarta final de Roland GarrosYOAN VALATAgencia EFE

Cuando las amistades estaban en edad de merecer, o ahora que se me casan sobrinos y algunos perpetran segundas nupcias, muchos contrayentes me pidieron que soltase alguna parida para amenizar el convite, entre el consomé y la punta de solomillo. Argüía en mi pertinaz negativa que tampoco tenía costumbre de escribir obituarios, habida cuenta de que este nobilísimo género periodístico se había depravado hasta incurrir en el onanismo con esos artículos del tipo «el muerto y yo»; que casi siempre y para colmo, porque el burro va delante, versaban básicamente sobre «yo y el muerto».

En una pieza de opinión acerca de un partido de Rafa Nadal, o sea, es alto el riesgo de caer en este tipo de faltas de respeto hacia el muerto o hacia los novios, a quienes cualquier juntaletras –yo ahora mismo, sin ir más lejos– osa restar protagonismo en un día tan señalado. Por saturación, más que nada, porque en los dieciocho años transcurridos desde diciembre de 2004, uno lo ha dicho todo sobre el campeón mallorquín. En aquel lejanísimo puente de la Purísima, un jefe de sección me ordenó por primera vez escribir sobre «el sobrino de Nadal el del Barça...» y aquí seguimos los dos, cuando aquel colega está más que jubilado y el periódico, que era centenario, ya no se publica.

El arapahoe greñudo de entonces es hoy un venerable deportista cuya coronilla clarea y que evoca sin tapujos su retirada, pero como no deja de ganar, la superioridad sigue pidiendo artículos sobre él. ¡Ha llegado el momento de hablar de uno mismo para eclipsar al finado o la novia! Vaya en mi descargo, que nadie se muere catorce veces ni es normal pasar tanto por vicaría, ni siquiera Liz Taylor, una fanática del matrimonio que dio el «sí, quiero» en ocho ocasiones.

¿Qué me pasa, pues, con Rafa Nadal? Para empezar, que me da bastante igual que gane catorce veces Roland Garros o se quede en trece y me importa una higa que alcance mañana los veintidós títulos «majors», que se dispare hasta los treinta o que se hubiese parado en diecisiete. Yo lo veo ya como un familiar cercano del que, literalmente, no puedo estar más orgulloso y sólo puedo desearle que disfrute de la vida sin someterse a tratamientos seviciosos para sus lesiones ni padecer esos palizones a manos de los rivales, como el que le endosó ayer Zverev hasta que se torció el tobillo.

Sufro con Rafa, amigos, sufro cuando pierde, pero es que sufro también la mayoría de las veces que gana, hasta el punto de que apenas si veo ratitos de sus partidos. ¿Por qué? Porque me cabreo como una mona cuando es derrotado –sí, también si le gana el murciano Alcaraz me cabreo, ¿pasa algo?–, mientras que sus victorias, a fuer de reiterativas, no me proporcionan una alegría análoga al enfado en caso de caída. Cuando insinuó su retirada, tras eliminar al fantástico Felix Auger-Aliassime –sigo contando batallitas: a este chico lo vi ganar el Challenger de Sevilla en 2017 y lo vi venir...–, debí ser el único aficionado español que recibió la noticia, más bien rumor, con alivio. Ya tocan a su fin estos maratones de padecimiento atroz e irá desvaneciéndose el forofismo que me envenena.

Porque resulta, paciente lector, que Rafa Nadal ha obrado en mí el milagro de la transfiguración futbolera que suscita pensamientos innobles, rayanos en el odio, hacia los contrincantes. Ayer mismo, en verdad lamento que así fuese, un calambrazo de alegría me sacudió el espinazo en cuanto vi derrumbarse entre sollozos al pobre Zverev. Y tampoco es para ponerse así.