Relaciones Estados Unidos-China

China mantiene el pulso a Trump en una guerra sin victorias

El superávit comercial de Pekín con EE UU aumenta un 4,2% hasta julio. Los intercambios entre ambas potencias se contraen un 13,6% en los siete primeros meses por la guerra arancelaria, pero se agravan las amenazas: más tasas y la devaluación del yuan

Interdependencia económica
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En 2011, Donald Trump lanzaba una de sus primeras andanadas contra Pekín vía tuit. «China no es aliado ni amigo. Quieren golpearnos y apropiarse de nuestro país». Por aquel entonces, nadie podía imaginarse que Trump se lanzaría a la arena política y, mucho menos, que concurriría a la Presidencia de Estados Unidos. También por aquel entonces, la brecha en la balanza comercial de EE UU era de «sólo» 720.000 millones de dólares. El saldo desfavorable entre importaciones y exportaciones se había ensanchado desproporcionadamente desde 1995, cuando las empresas estadounidenses comenzaron a mudarse a China.

Las primeras deslocalizaciones de los años 80 llevaron la producción a Taiwán. En los 90, en la búsqueda constante de mano de obra barata que redujera los costes de fabricación y engordara los beneficios, se amplió la factoría asiática a Vietnam, Corea y Hong Kong. China ya aparecía en el horizonte y las empresas estadounidenses se lanzaron voraces a trasladar su producción de nuevo.

En 1995, el saldo de la balanza comercial americana era negativo, pero apenas por 124.000 millones de dólares. En aquella época, Trump estaba más interesado en sus operaciones inmobiliarias y en sus cameos en el cine y la tele que en lo que se cocía en Asia.

Sin embargo, mientras las empresas estadounidenses acumulaban beneficios desorbitados y colocaban sus aparatos electrónicos y videojuegos por medio mundo, casi con la única competencia japonesa, y atesoraban miles de millones para investigación, obteniendo una abismal ventaja competitiva, la brecha comercial de la primera potencia global crecía sin parar. Hasta superar los 900.000 millones de dólares en 2017, acercándose peligrosamente a la barrera psicológica del billón. Una situación insostenible para los sectores más nacionalistas que se habían apoderado del republicanismo.

Con todo, China nunca ha sido la gran obsesión de Trump. En su ránking de tuits figura muy por debajo de sus críticas a la Prensa, las «fake news» o incluso de sus ataques a Obama. ¿Por qué este giro hacia Pekín?

Trump responde a un vuelco comercial ya vivido en Corea del Sur. En los 80, los productos surcoreanos eran considerados de tercera o cuarta gama. Dos décadas después, ya competían con las empresas más punteras. Ahora le tocaba el turno a China. Pero la fuerte dependencia comercial con Pekín ha llevado a EE UU a replantear la partida.

Porque casi el 50% del desequilibrio comercial que acumula la economía estadounidense proviene de China y ya no son sólo productos fabricados por compañías americanas en el gigante asiático sino tecnología china más barata que la americana, fabricada también en China. Desde móviles Huawei, Xiaomi y Oppo, tabletas Hisense, baterías Anker o televisiones y ordenadores Lenovo. La guinda que necesitaba Trump para lanzar la ofensiva: la compra de compañías estadounidenses por firmas chinas. Como la protagonizada por el gigante de los electrodomésticos chino Haier, uno de los primeros en pescar en la alicaída industria americana: compró por 5.400 millones de dólares la división de electrodomésticos de General Electric, la que fuera buque insignia del poderío americano junto a Westinghouse.

Llegados a este punto, el renacer americano hecho lema con el «Make America Great» pasaba por recuperar la producción industrial para la decaída clase media «wasp», anglosajones blancos de antiguos bastiones del fordismo, como Detroit o Pittsburg. Por eso, la primera decisión fue gravar las importaciones de acero de casi todo el mundo salvo contadas excepciones, como Australia o Argentina.

En cualquier caso, a Trump le interesa en términos electorales mantener la tensión con China hasta que se aproxime su reelección en 2020. Es ya casi una tradición que los presidentes americanos tengan su «guerra» en el primer mandato para asegurarse un segundo. Pero sin excederse, porque los costes del conflicto ya se están dejando notar en ambas economías, donde las previsiones de crecimiento para 2020 se situán por debajo del 2% en el caso de EE UU (1,9%) y en el 6% en el caso de China. Además, las relaciones comerciales entre ambos países se están debilitando a pasos agigantados con un saldo más desfavorable para EE UU.

En julio, las importaciones chinas de EE UU cayeron un 19% respecto al mismo mes de 2018. En junio, la caída fue del 31%. Por su parte, las exportaciones de China a EE UU bajaron un 6,4% interanual (-7,8%) en junio. En definitiva, el superávit comercial chino se mantiene estable. En los siete primeros meses del año, el saldo es favorable a Pekín en 168.500 millones de dólares. De hecho, es un 4,2% superior al registrado en el mismo periodo de 2018.

Aún quedan balas por jugar. A Trump le queda ampliar las alianzas comerciales con Vietnam a riesgo de ceder parte del mercado chino y a China la de acomodar más su moneda, el yuan, a costa también de frenar sus exportaciones en EE UU. «No estamos preparados para un acuerdo», ha dicho el presidente americano que, sin embargo, deja abierta la puerta a las negociaciones de septiembre. Todos tienen que perder.