Panamá

«La filtración viene de un ‘insider’. Un trabajador suizo que salió con dos maletas de material»

Mientras los rascacielos fantasma no paran de crecer, la ciudad palpita al ritmo de la corrupción, el dinero «negro» y los despachos de abogados relata a LA RAZÓN un miembro de la élite financiera

«La filtración viene de un ‘insider’. Un trabajador suizo que salió con dos maletas de material»
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Confesiones de un banquero de Panamá: «Nadie cumple las leyes, esto es una mafiocracia». «La impunidad es inmensa», relata a LA RAZÓN un miembro de la élite financiera

«Casablanca sin héroes», sentenció un día John Le Carré cuando le preguntaron por Panamá. El escritor había visitado el istmo durante el rodaje de la película. Aunque la alta burguesía local lo agasajó como a un rajá, no se dejó embaucar. Ni las fiestas ni las lisonjas eclipsaron su mirada de rayos X. Aunque conviene subrayar, tal y como me explica el economista Julio Manduley, presidente del Centro de Estudios Estratégicos, que aquí las cosas se llevan de forma elegante. A diferencia, en fin, de las acostumbradas carnicerías del vecino colombiano, que chorrea sangre, asomado a Panamá, más allá de la inexpugnable jungla del Darién, refugio histórico del águila harpía, los últimos jaguares, las tarántulas rubias y las guerrillas, paramilitares, y los traficantes de seres humanos, cocaína y esmeraldas. «Mire», rubrica Manduley, «en Panamá pueden darte una patada en el culo. En Colombia amaneces con la boca llena de moscas».

Un país de 100 familias

Panamá. Asignatura obligada en el blanqueo de capitales a nivel mundial. Una orgía de rascacielos, concesionarios de coches de lujo, casinos, chabolas asomadas al océano, centros comerciales dignos de Dubái. Donde el dinero parece ensimismado por sus propios juegos de magia y apenas 100 familias se reparten desde tiempos inmemoriales la propiedad de la finca. Donde la compraventa de sociedades «offshore», la ingeniería financiera, la sofisticación crematística y el birlibirloque para opacar cientos de miles de millones alcanza niveles pluscuamperfectos. El grupo Mossack & Fonseca, del que una investigación periodística ha filtrado millones de documentos, tiene oficinas en 40 países. Supuestamente habría ayudado a esconder ingentes cantidades de dinero, resituados mediante las célebres sociedades en otros paraísos fiscales. Hablamos de que el despacho habría creado más de 240.000 empresas.

«Cuando alguien les llega para crear una sociedad», dice mi hombre, banquero, al que a partir de ahora llamaremos Andy, por el «El sastre de Panamá», «los despachos, en teoría, deberían de hacer comprobaciones, la ley obliga a ello, y bueno, aquí las leyes son muy bonitas, pero nadie las cumple, a nadie le importa, y el nivel de impunidad es inmenso». Estamos en una cafetería del centro de Panamá, la ciudad del Pacífico alborotada por actualidad de unos papeles bomba. Mi interlocutor saborea un pedazo de filete. Entre bocado y bocado cita pasajes bíblicos. «Mateo 5:15, más o menos: “Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de una mesa”».

Sin problemas con los gringos

Rebusca entre el montón de libros uno, la autobiografía del ex director del diario «La Prensa», Fernando Berguido. Con delectación, recreándose, lee un párrafo. Uno que cuenta una conversación entre Berguido y el ex presidente de Panamá Ricardo Martinelli, cuando este estaba todavía en el cargo. «Me dijo», escribe Berguido, «que había decidido “no tener en su gobierno ningún problema con los gringos” y que desde el principio lo que los gringos piden, yo se lo doy. Así me contó que por esos días, los estadounidenses andaban buscando a un capo colombiano que estaba en Panamá. “Acababa de entrar a Tocumen y lo habían identificado, y yo les dije, llévenselo así mismo, nada de recursos formales ni órdenes judiciales”, me aseguró. “Ellos lo agarraron, lo metieron en un avión y ya debe de estar en una cárcel gringa”». En la actualidad Martinelli, que reside en Miami, está procesado ante el Tribunal Supremo de Panamá por seis supuestos delitos. Hay otras tres denuncias pendientes de admisión. Dos de los nueves jueces del Supremo fueron nombrados por Martinelli. 15 de sus ministros están en estos momentos procesados y/o detenidos.

«Por supuesto que el economista Manduley tiene razón cuando dice que Panamá es una mafiocracia», reclama Andy. Mmm. Manduley también habla de estado delincuencial. Se refiere a las élites que dominan el país como lumpen-burguesía. Andy, que ha llegado a esta nuestra segunda cita cargado de papeles y libros, abre una carpeta. «Mire, mire lo que pone aquí». Alcanza otro fajo de papeles. «Son las actas de la sesión parlamentaria de 2001, cuando se discutía la ley de Transparencia. ¿Sabe que artículo suprimieron antes de la votación final? El número 11. ¿Que por qué? Elemental: obligaba a que los cargos electos presentaran una declaración de patrimonio abarcando los dos años previos a acceder el cargo, el tiempo que estuvieran en la oficina y los dos años posteriores».

Mossack y Fonseca

Andy sabe bien de lo que habla. Extranjero, establecido en Panamá hace décadas, profesional de la industria bancaria con cargos de altísima responsabilidad, conoce de antiguo a Jürgen Mossack y Ramón Fonseca. «Jürguen es muy patán y muy trabajador. Va por el tercer matrimonio. Es de origen alemán. Dicen que su padre perteneció a las SS, aunque yo no sé. Ayer o anteayer, en una entrevista a ‘‘The New York Times’’, opina que no se acaba el negocio. Bueno. El negocio de estas sociedades no se acabará, pero el suyo sí». Ramón, en cambio, tiene una vena intelectual. Su madre es costarricense, y ya sabe que en Costa Rica todos son poetas. De hecho él ha publicado varias novelas, que han sido premiadas. Cierto. Por surrealista que suene, Fonseca ha escrito varios libros de ficción que exploran las incertidumbres, enjuagues y corruptelas de una economía y un país acusado de ser la hermosa lavandería del dinero en b. Una sofisticada plataforma para comprar sociedades, por un costo de unos 1.000 dólares (impuestos incluidos), que luego saltan a otros paraísos, caso de las Islas Vírgenes, desde los que se opera.

«Convénzase», sostiene Andy, «Nadie necesita, para hacer un negocio lícito, una sociedad «offshore». Se crean para hacer trampas». Ellos se establecen por su cuenta hace cuarenta años, y tecnifican de tal forma el negocio de la creación de sociedades que pierden por completo el control de calidad.

¿Quiénes son sus clientes? «En demasiadas ocasiones son buscados por el mercadeo activo. Tú vas a buscarles. Desde luego en el asunto de las sociedades son el despacho más grande, pero el gran despacho, diversificado, de Panamá, es el de Morgan & Morgan. Ese es el prototipo, a lo que Fonseca y cía. aspirarían. Lo malo es que hay otros muchos despachos, más pequeños, honrados, que son los que realmente van a sufrir debido al riesgo reputacional».

Ladrillos de coca

Hacemos una pausa. Me pregunta por mis primeras impresiones del país. Apenas llevo aquí 2 días. Le hablo del viaje en taxi, del aeropuerto a la ciudad. El contraste brutal, monumental, salvaje, entre las torres de acero y ladrillo asomadas al mar, color marrón, borracho de lodo, y los poblados chabolistas. En especial uno, paralelo a la autopista, que asoma entre escombreras, grúas, hormigoneras, retazos podridos de la antigua selva tropical, hoy arrasada, urbanizaciones bautizadas como Versalles, monstruos de decenas de pisos con los cristales tintados, palmeras. Se trata de un antiguo puerto de pescadores. Un conjunto de casas en condiciones lamentables, acuciadas por la especulación inmobiliaria. Mi taxi giró a la derecha. Frenamos en un semáforo. Junto a un concesionario de Ferrari.

Cuando el enviado especial de «The New Yorker», Jon Lee Anderson, visitó Panamá a finales de los años noventa, le preguntó a un lugareño, amigo, por el origen del capital detrás de aquella fiebre constructiva. «El lavado de dinero», respondió el otro, sin inmutarse. Algo así me explicó Manduley. «Para el lavado de dinero lo primordial es salvar patrimonio. Si tengo el dinero, en vez de metros y metros cúbicos de papel escondidos en un sótano, prefiero cambiarlo por el ladrillo. Si luego puedo alquilar o vender esos pisos, fantástico, pero tampoco es un problema si no podemos. O sea, hay que invertir, construir, aunque en principio no sea rentable. Porque lo que el narco busca no es una tasa de ganancia, sino mantener el patrimonio. Y eso explica que más del 50% de los apartamentos de lujo que hay aquí estén deshabitados».

Andy sonríe. Es un hombre elegante, educadísimo, de trato exquisito, culto, viajado. A estas alturas de la película de horror ya casi nada le sorprende. Ha hecho de la pelea por la transparencia el pistón ético de su vida, pero sabe que no hay nada que hacer.

Hemos salido de la cafetería. Me da un paseo en coche. Aparcamos en el arcén del paseo marítimo. Señala un edificio. «¿Lo ve? Fue levantado por españoles. Cuando ustedes tenían tanto dinero en la construcción. Antes de la crisis. Querían eludir al fisco español, claro está. Pues bien, lo terminaron hace tiempo. Sigue vacío. Completamente vacío. Allí no vive nadie». Poco antes, en mitad del corazón financiero de la ciudad, me ha mostrado otro rascacielos. «Lo pagó el narcotráfico colombiano. A través de judíos de Bogotá, que son algunos de los que les mueven el dinero».

A estas alturas mi retina es una centrifugadora de ostentación superpuesta en capas infinitas. Un enladrillado de riqueza fantasmagórica que convive sin despeinarse con imágenes como la de la muchacha que muy cerca de mi hotel, apostada en la jardinera en mitad de la Vía Argentina, mostraba un cartelón inmenso. En lugar del habitual «Compro oro», rezaba «Masajes. Sólo para hombres».

Braceamos a duras penas por el tráfico endemoniado de la ciudad en hora punta. Y eso que es sábado y muchos de sus habitantes han escapado a la playa. «Aquí en Panamá hay dos comunidades judías bien diferenciadas. Una, honradísima, hunde sus raíces en sefarad. La otra, que llegó a lo largo del siglo XX, tiene mucho poder, y algunos de sus integrantes además están detrás de los llamados edificios bruja, es decir, erigidos con capital de origen posiblemente delictivo, como fórmula infalible para blanquear el dinero de la droga».

«Atienda a esto. Somos el país de las sociedades, y sin embargo apenas hay un puñado de sociedades realmente panameñas con accionariado real». Aquí todo es humo. Espejos de Alicia a través de los cuales uno sale de viaje y rebota entre los Mares del Sur que soñó Stevenson y sus primos hermanos en Delaware (EE UU), el Reino Unido, los atolones coralinos casi deshabitados, minúsculos, con miles de sociedades pantalla.

A estas alturas Andy es ya una locomotora en marcha. «Yo diría, y esto no se lo digo de forma aproximada, esto es fruto de conocer muy bien el negocio, que aproximadamente el 8% del capital mundial flota en los paraísos «offshore». Ojo, no se trata de dinero obtenido de forma ilícita, fruto del contrabando o el terrorismo, sino de fortunas y capitales que quieren ocultarse a ojos del fisco, que prefieren no dejar rastro. Para engrasar ese mecanismo funcionan complejos como el de Panamá. Aunque en realidad nosotros somos eminentemente unos intermediarios. Tú aquí firmas los papeles, te vendemos la sociedad, con la antigüedad necesaria, y luego ya te la llevas a otro sitio, a un paraíso libre de impuestos. Como aquí no genera dinero y allí no se pagan impuestos, listo».

«Pero», añade, «el narco no opera así. Los paraísos ‘‘offshore’’, en general, no son el objetivo favorito del narco. Los traficantes lo que hacen es invertir en posesiones reales, tangibles, que saquen a la luz su dinero de forma aseada. El resultado lo tiene delante suyo».

¿El resultado? Hileras e hileras de cíclopes que los neones al viento y las luces apagadas en cuanto cae la noche. El resultado, en aquellos apartamentos que sí están habitados, los menos, son decoraciones suntuosas, con chimeneas importadas de Austria, cortinajes italianos, vajillas de porcelana, mientras las esposas de los grandes intermediarios acuden a los centros comerciales como el Multiplaza, que parece sacado de Arabia Saudí, con todas las grandes marcas y boutiques del lujo, una detrás de otra.

No es posible comprender la dramática historia panameña sin los EE UU. Los lugareños se complacen en contar las veces que fueron invadidos por los gringos. 20 en un siglo. La última, la que acabó con Noriega en una cárcel de máxima seguridad al norte del Río Grande. Las noticias de la filtración han colocado al país al borde del colapso nervioso. Las televisiones son un multicine en sesión continua de mensajes patrióticos. Nos atacan. Atacan a la patria. Quieren quitarnos del medio. Esto es obra de los americanos, que buscan así despejar la competencia de sus propios paraísos fiscales. Lo cierto es que la legislación panameña es una copia de la Delaware.

Prestigio por los suelos

El país se ha levantado chamuscado por una horrible resaca. El festín de los últimos años ha terminado con titulares en medio mundo y el prestigio por los suelos. Nadie sabe bien cómo hacer para remediar la situación. Cómo redimirse. Aunque muchos dicen tener claro quiénes son los enemigos y reparten culpas entre los estadounidenses y los franceses. «Pero es que a los franceses no les gusta que se burlen de ellos», murmura Andy, «y sacaran a Panamá de la lista negra, después de que el país hiciera montones de promesas, y ellos enviaron un cuestionario, más de treinta preguntas relacionadas con algunas sociedades, etc., y casualmente no les respondieron a dos de las preguntas más importantes».

¿Qué hay de cierto en las reclamaciones de Mossack y Fonseca, que aseguran que fueron hackeados? «Nah, imposible. Esto es un trabajo de insider. Diría que de alguno de los empleados suizos que trabajaban allí. Seguro que le prometieron de todo. Como luego no cumplieron comenzó a grabar. A bajárselo todo. Y salió de allí con dos maletas repletas de materiales».