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Deuda pública

Francia y el arte de la eterna revolución, de la bastilla a la quiebra

Las arcas públicas están tomadas por una deuda que supera el 113% del PIB y un déficit continuado que desborda cualquier prudencia fiscal, alcanzando el 5,5%. Parece imposible conseguir el objetivo del 3% para 2029 como exige Europa

Emmanuel Macron LUDOVIC MARIN / POOLEFE

Francia siempre ha sido maestra en convertir la política en espectáculo y la economía en tragedia épica, basta con recordar que en 1789 el pueblo tomó la Bastilla para acabar con los privilegios y reclamar libertad, igualdad y fraternidad y donde rodaron muchas cabezas. Entonces se trataba de derribar un sistema injusto y ahora de mantener, a toda costa, privilegios de un modelo insostenible, donde las barricadas no están en las calles como entonces sino en las arcas públicas que están tomadas por una deuda que supera el 113% del PIB y un déficit continuado que desborda cualquier prudencia fiscal, alcanzando el 5,5%, que de forma sistemática supera los límites de Bruselas desde hace 20 años.

Por otra parte, la inestabilidad política y la necesidad de contentar a todos, impide un proceso de consolidación fiscal que permita, al menos soñar, porque parece imposible, con conseguir el objetivo del 3% para 2029 como exige Europa. Aún así, Francia siempre ha tenido una cierta habilidad para vestir sus problemas con la elegancia de un desfile de Yves Saint Laurent y aunque la economía se tambalea, el discurso oficial sigue hablando de resiliencia y solvencia, a pesar de que tengan que recortar pensiones y salarios públicos.

El dilema francés es casi de manual, prometiendo derechos infinitos con recursos cada vez más escasos, como ocurre con las innumerables ayudas que reciben quienes no trabajan o el sistema de pensiones, que es un gigante con pies de barro, incluso tras la reforma de Macron, retrasando la edad de jubilación, que fue recibida como si hubiera decretado la abolición del queso camembert, con huelgas, protestas y el famoso “no pasarán”, todo por sólo trabajar dos años más, pero lo cierto es que sin ajustes las cuentas simplemente no salen. A fin de cuentas, alguien tiene que pagar las pensiones de los “baby boomers”, y ese “alguien” resulta ser una generación más pequeña, más endeudada y más harta de pagar más impuestos.

A esto se suma un aparato estatal mastodóntico, que gasta como Luis XVI antes de la bancarrota, con funcionarios que tienen privilegios y salarios públicos que crecen al calor de los sindicatos, otro bastión inexpugnable donde miles de funcionarios están bien parapetados tras unos sindicatos que proclaman que cualquier ajuste es una traición al pueblo, mientras la productividad se queda estancada. La ironía es evidente, Francia presume de Estado protector, pero ese mismo Estado amenaza con asfixiar a la economía que debería sostenerlo. La verdadera revolución pendiente es la de tomar la Bastilla de las cuentas públicas y, cuando llegue ese momento, los políticos tendrán que explicar a los franceses que ni siquiera el ingenio de Voltaire puede transformar el déficit en superávit y creo que, si Robespierre levantara la cabeza, tal vez pediría la guillotina para el gasto público.

No creo que haya una quiebra al estilo argentino ni como ocurrió en 1789, pero creo que los franceses están ante una guillotina que baja lentamente y en silencio, una lenta decadencia, articulada con bajo crecimiento económico, elevado endeudamiento y una deudo-dependencia patológica del BCE que es como un pozo sin fondo.

Quizás esté llegando el momento en el que los franceses protagonicen otra revolución menos épica y romántica, una revolución fiscal que sustituya el populismo presupuestario por realismo económico. La ironía histórica es evidente, en el siglo XVIII hubo una revolución contra los privilegios y, en el XXI, los políticos franceses se aferran a los privilegios de gastar sin límites y endeudarse eternamente.

El drama, en definitiva, es que Francia corre el riesgo de convertirse en un museo viviente de la prosperidad pasada con magníficos castillos, ferrocarriles públicos deficitarios y funcionarios orgullosos, financiados con deuda que las generaciones futuras aún no saben que deben. La gran potencia continental, que tanto habla de liderazgo europeo, puede acabar liderando únicamente en un terreno, el del endeudamiento perpetuo. Mientras que en el siglo XVIII la sangre corría por las calles, ahora lo que corre es la tinta roja en los balances de las arcas públicas.

Dicho todo lo anterior, me pregunto si no hay muchas similitudes con lo que está ocurriendo en España, donde vivimos adormecidos con una deuda que sigue creciendo, y que nos empobrece lentamente con alevosía y nocturnidad, además de impuestos crecientes.

Juan Carlos Higueras, Doctor en Economía y Vicedecano de EAE Business School