Política exterior

Por qué una guerra comercial nos perjudica a todos

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El presidente estadounidense Donald Trump ha recuperado esta semana la retórica anti-libre comercio que tanto definió su campaña electoral. Recordemos que, como candidato a la presidencia de EE UU, el republicano cargó constantemente contra la «competencia desleal» que a su juicio ejercían países como México, China o la Unión Europea contra la industria nacional. Fueron muchos los «trumpistas» que confiaron en que se tratara de otra treta populista para conquistar el voto de aquella parte del electorado más «globalofóbico», pero finalmente ha cumplido lo que prometió: el presidente estadounidense ha anunciado que implantará un arancel global del 25% sobre la importación de acero y de un 10% sobre la importación de aluminio chino.

Trump ha justificado la medida apelando a la necesidad de proteger a los trabajadores nacionales frente a la descarnada competencia extranjera. «Debemos proteger a nuestro país y a nuestros obreros. Nuestra industria siderúrgica lo está pasando mal. Si no tenemos acero, no tenemos país». El mensaje del republicano resume perfectamente el error que esconde semejante medida: tras el rearme proteccionista, los ciudadanos estadounidenses no van a disponer de más acero y más barato, sino de menos acero y mucho más caro. Los aranceles no van a aumentar su accesibilidad al acero, sino que la van a ver restringida sustancialmente.

O dicho de otra manera. Todas las industrias nacionales que usen intensivamente el acero (automóviles o infraestructuras) van a sufrir un encarecimiento de sus costes de producción, lo que las encarecerá tanto para el consumidor nacional como para el consumidor extranjero. ¿Cuál será, pues, el siguiente paso de Trump? ¿Imponer aranceles sobre la importación de los más baratos vehículos extranjeros? ¿Dar una subvención a los fabricantes locales de automóviles para compensar el sobrecoste que les ha generado con la subida del arancel? Por ese camino sólo vamos ahondando en un distorsionador y empobrecedor intervencionismo estatal.

Ahora bien, los destrozos de la carrera proteccionista de Trump no van a terminar aquí. Por desgracia, es harto probable que estos nuevos aranceles de EE UU contra el resto del mundo sean replicados con nuevos aranceles del resto del mundo contra EE UU. Sin ir más lejos, el presidente de la Unión Europea, Jean Claude Juncker, ya ha amenazado con imponer aranceles a Harley-Davison, al bourbon y a los Levi's. En otras palabras, corremos el riesgo de caer en una guerra comercial multilateral de la que, de nuevo, los últimos perjudicados serían los ciudadanos de cualquier parte planeta, a los que les resultaría mucho más caro comprar cualquier mercancía. Con todo, no serían los únicos damnificados: las empresas globales más eficientes serían expulsadas de aquellos mercados nacionales que, justamente por ofrecer los mejores productos al menor precio, están actualmente abasteciendo.

Y un hundimiento de los ingresos de las empresas exportadoras sería especialmente nocivo para países que, como España, están fundamentando cada vez más su economía en producir y vender al exterior. Una guerra comercial masiva y a gran escala degeneraría con toda seguridad en una crisis económica global, como ya sucediera hace casi un siglo durante la Gran Depresión estadounidense con el salvaje arancel Smoot-Hawley, ratificado entonces por el presidente republicano Herbert Hoover.

De momento, el arancel de Trump sobre el acero y el aluminio sólo es una táctica para privilegiar a la industria siderúrgica nacional a costa de todos los demás (consumidores nacionales y productores extranjeros): un deplorable ejemplo de cómo las élites extractivas aprovechan el Estado para parasitar al resto de la ciudadanía. El tiempo dirá si fue la primera bala con la que los gobiernos terminaron asesinando el actual proceso globalizador o sólo un despropósito sin mayor continuidad.