
Opinión
La tasa de residuos, otro lastre
Lejos de solucionar el problema es otro freno para la economía española, dañando de nuevo a familias y empresas

La voracidad recaudatoria de las administraciones públicas no conoce límites. En los últimos años, bajo el actual Gobierno de Sánchez, hemos asistido a un incremento generalizado de impuestos y tasas, muchas veces camuflados bajo el señuelo de la sostenibilidad o la protección del medio ambiente.
Uno de los ejemplos más recientes es la llamada tasa de gestión de residuos, que, bajo la apariencia de incentivar el reciclaje y reducir la contaminación, se convierte, en la práctica, en una figura tributaria más, que estrangula la actividad económica, reduce la renta disponible de las familias y eleva los costes de las empresas.
El argumento oficial para introducir esta tasa es el de aplicar el principio de «quien contamina paga». Sin embargo, conviene recordar que la recogida y gestión de residuos ya está cubierta en muchos municipios por los impuestos locales, como el IBI, o mediante tasas específicas que forman parte de los recibos de servicios básicos. La justificación se diluye, por tanto, y lo que emerge es un claro objetivo recaudatorio.
Además, la estructura de esta tasa adolece de falta de proporcionalidad. No discrimina suficientemente entre quienes cumplen las normas de separación y reciclaje y quienes no lo hacen. De este modo, quienes sí colaboran en el esfuerzo medioambiental terminan soportando una carga idéntica a la de quienes no lo hacen, desincentivando la conducta que supuestamente se quiere premiar, además de que la norma impuesta por el Gobierno no deja claro cómo ha de aplicarse, dejando a ciegas a los ayuntamientos, que han de recurrir a fórmulas, como la de la aplicación en función del valor catastral, que tampoco son lógicas, puesto que se convierte la tasa en un instrumento redistributivo, además de que puede incumplirse la norma que marca toda tasa, que no puede ser superior que el coste del acto administrativo que repercute.
Uno de los principales problemas de esta tasa es su efecto sobre la renta disponible de las familias. En un contexto como el que tenemos, de empobrecimiento por la inflación acumulada de los últimos años, con el encarecimiento de alimentos, energía y vivienda, cada euro cuenta. La introducción de una tasa adicional se convierte en una merma directa de la capacidad adquisitiva. Las familias no sólo ven cómo disminuye su margen de ahorro, sino que además afrontan un nuevo coste fijo, ineludible, que reduce su libertad de gasto en otros bienes y servicios.
En paralelo, las empresas soportan un encarecimiento de sus costes operativos, especialmente asfixiantes para las pymes. Aquellas actividades con mayor producción de residuos, como la hostelería, la distribución comercial o la industria ligera, afrontan ahora un sobrecoste que limita su competitividad. Esto se traduce, inevitablemente, en dos salidas: o bien repercuten ese incremento en los precios al consumidor, o bien lo absorben reduciendo márgenes, lo cual deteriora su rentabilidad y pone en riesgo el empleo.
España no puede permitirse más barreras a su competitividad. Nuestro país ya presenta esfuerzo fiscal. Las empresas se enfrentan a costes laborales crecientes, rigideces regulatorias y un marco impositivo poco atractivo para la inversión extranjera. Añadir una tasa más, con justificación débil y aplicación generalizada, supone agravar un entorno ya poco favorable para emprender, crecer e innovar. A medio plazo, estas medidas terminan reduciendo el dinamismo económico.
Cuando se resta capacidad de consumo a las familias y se erosionan los márgenes empresariales, la inversión se retrae y el crecimiento se ralentiza. Se trata, por tanto, de una política fiscal miope: recauda algo en el corto plazo, pero mina las bases de la prosperidad futura.
La tasa de gestión de residuos es un síntoma más de la deriva intervencionista de las administraciones. Cada vez que surge un problema, la respuesta automática es la misma: crear un nuevo impuesto, aprobar una nueva tasa o ampliar la regulación. Con ello, el Estado engorda, lastrando la economía y reduciendo la libertad de elección de ciudadanos y empresas.
Frente a esta tendencia, es necesario reivindicar un enfoque distinto: menos impuestos, menos trabas y más confianza en la capacidad de la sociedad para organizarse de manera eficiente.
La protección del medio ambiente es legítima, pero no puede convertirse en la excusa fundamentalista para un intervencionismo recaudatorio que merma la prosperidad, ahora con esta tasa que, lejos de solucionar el problema que dice abordar, introduce un lastre adicional a la economía española. Grava de nuevo a familias y empresas por un servicio ya financiado, reduce la competitividad, desincentiva la conducta responsable y se convierte en un instrumento meramente recaudatorio.
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