Coronavirus

Una coalición en estado de alarma

Sánchez no debe atender a equilibrismos inconvenientes que satisfagan el egoísmo voraz de los fanáticos particularistas que un día le prestaron su voto chantaje mediante»

Cuando una sociedad sufre los efectos desoladores de una grave crisis de salud pública, en este caso de dimensión mundial, que ha derivado en una convulsión absoluta de la vida nacional como no la han conocido generaciones de españoles, y se le exige severos, pero necesarios sacrificios, es una obligación que el Gobierno de turno demuestre en todo momento la responsabilidad y el rigor que se le suponen. En nuestro país, a mediodía de ayer, los positivos por coronavirus sumaban 5.753 casos, con un aumento de 1.522 personas contagiadas respecto a las 18 horas del viernes, mientras que los fallecidos se elevaban a 136, quince más, pero con el doble de óbitos en la Comunidad de Madrid respecto a la cifra de 24 horas antes. Luego sería peor hasta más de 6.000 afectados y casi 200 muertos. En estas circunstancias, y durante buena parte de la jornada, el Ejecutivo socialcomunista no fue capaz de aprobar ni presentar el decreto sobre el estado de alarma anunciado un día antes por abiertas desavenencias entre los socios coaligados. Ya resultó sorprendente, por temerario y absolutamente reprobable, que el vicepresidente Pablo Iglesias, en cuarentena por el positivo de su pareja, la ministra Irene Montero, se presentara en el Consejo de Ministros que debía debatir el estado de alerta. Por cierto, que la pasividad en este trance del titular de Sanidad, Salvador Illa, tampoco lo deja en buen lugar. Con su comportamiento, el líder de Podemos puso en peligro al resto del gabinete que tiene por delante un trabajo esencial en un escenario crítico para el país. Sinceramente, el pecado de vanidad y soberbia de quien parece considerarse insustituible en estas circunstancias resulta incalificable y nos recuerda de paso el canto movilizador e inconsciente de la izquierda a la participación en las manifestaciones del 8-M con el resultado desgraciadamente anunciado.

El pulso entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, que se prolongó durante horas aparentemente por el afán de poder y la cuota de protagonismo del segundo, es el perfecto retrato de la naturaleza tóxica y de la pulsión coyuntural y de conveniencia de la coalición. La imagen y el mensaje de falta de altura y descoordinación que se proyectó a una sociedad desorientada, titubeante y atemorizada son la antítesis de lo que se precisa en estas horas. Por si le faltaba algún gramo de deslealtad al presidente del Gobierno entre sus socios parlamentarios, los gobiernos vasco y catalán exigieron que se respetara el autogobierno desde La Moncloa con bochornosas referencias a un nuevo 155 y críticas a que las competencias de salud y el mando de Mossos y Ertzaintza pasen a la autoridad central. Cuesta creer que una parte de los responsables políticos sean capaces de priorizar sus particularísimas mezquindades sobre el bienestar y la prosperidad colectivas mientras la gente agoniza, pero los hechos y las palabras son tozudos y ponen a cada uno en su sitio, que no es precisamente ejemplar. No es el panorama deseable para manejar el escenario que nos atropella, pero Sánchez está obligado a ello con la contundencia necesaria, sin atender a equilibrismos inconvenientes que satisfagan el egoísmo voraz de los fanáticos particularistas que un día le prestaron su voto chantaje mediante. El presidente tiene otros apoyos a los que mirar en el presente instante de urgencia y la oposición democrática ya ha demostrado que sabe estar a la altura. Sólo es preciso dar el paso. Los españoles necesitamos que nuestro Gobierno, sea el que sea, se centre en el único objetivo global que es la derrota de Covid-19, con todo lo que ello supone, sin espacios para cualquier tentación ventajista o sectaria. Hemos entendido desde el comienzo de esta catarsis vírica que nos azota que no es hora de reproches a Pedro Sánchez, que es el encargado de dirigir esta nave y llevarla a buen puerto en medio de una galerna infernal. Pero ese deber, nos conmina también a exigir al Ejecutivo que lidere con lealtad y que rija sus actos con atención exclusivamente al interés general. Para la crítica, habrá tiempo y razones de peso.

De momento, la realidad es que el decreto sobre el estado de alarma que hemos conocido por las filtraciones gubernamentales dispone el confinamiento de los españoles en sus casas salvo para trabajar, emergencias relacionadas con el coronavirus y otras pocas excepciones vinculadas al abastecimiento y al cuidado de mayores. Desde mañana todas las autoridades del Estado estarán a las órdenes del Gobierno, que en la práctica supone centralizar las decisiones especialmente en sectores críticos como la Sanidad, la Seguridad y el Transporte. El Ejecutivo se reserva además la posibilidad de intervenir fábricas y requisar «todo tipo de bienes necesarios», además de dejar abierta la posibilidad de la colaboración de las Fuerzas Armadas. Lo que toca preguntarse en este instante de contagio incontrolado, y con todo lo que conocemos sobre los escenarios que nos aguardan, es si toda esta excepcionalidad esta justificada. La respuesta sólo puede ser sí. Y la siguiente incógnita es si será suficiente o si su desarrollo es el correcto para ser eficaz en la gobernabilidad de esta crisis y el freno de la pandemia. Y ahí tenemos nuestras dudas. Entendemos que el texto establece un marco global que peca de preventivo cuando lo que se necesita es ejecución. O lo que es igual, demasiada parsimonia cuando no tenemos tiempo que perder y cada hora extraviada se traduce en contagios y muerte. Que las propuestas económicas fueran mínimas –suministro energético, teletrabajo, reducción a la mitad del transporte y poco más– alimentó de paso el enfrentamiento entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, incapaces de alcanzar un consenso en este apartado esencial. Mal presagio y peor mensaje para un país que no está para un choque de egos, sino para que el poder ejecutivo lidere y genere confianza y esperanza ahora que es cuando faltan. Es cierto que las crisis afloran lo peor y lo mejor de los individuos y de las sociedades. Ayer, quedó claro que, además del país, la alianza gubernamental también está en estado de alerta.