Opinión

El vicepresidente Iglesias agita la calle

Las reacciones de algunos dirigentes políticos de la izquierda, llevan la amenaza implícita de promover el enfrentamiento ciudadano para acallar el movimiento de protesta antigubernamental.

El escrache, como método de coacción política, tiene sus raíces modernas en el peronismo argentino y, por definición, ha sido uno de los instrumentos utilizados por los grupos de extrema izquierda antisistema para acotar territorios y extender supuestos cordones sanitarios frente a otras opciones ideológicas. En España, salvo la acción de las cuadrillas filoterroristas en el País Vasco, este tipo de actuaciones era episódico hasta la irrupción de los movimientos neomarxistas encarnados, luego, en Unidas Podemos, con sonados episodios en recintos universitarios y actos de repudio ante los domicilios de dirigentes de partidos conservadores. De hecho, todavía resuenan las justificaciones de estos actos por parte del ahora vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, a los que se refería como «gimnasia democrática» o «jarabe democrático», incluso, cuando sus víctimas eran simples ciudadanos a quienes se impedía expresarse libremente ante una audiencia académica.

Por ello, desde estas mismas páginas hemos criticado la coacción de la libertad y de los derechos individuales en cualquiera de sus formas y no nos duelen prendas a la hora de rechazar actuaciones de protesta como las que grupos minoritarios de ciudadanos han llevado a cabo frente a los domicilios del propio Iglesias y de su pareja, la ministra de Igualdad, Irene Montero; del ministro de Transportes, José Luis Ábalos, o del portavoz socialista en la Comunidad de Madrid, Ángel Gabilondo, por más que éstas hayan discurrido dentro de la más absoluta contención de la violencia. Pero, dicho esto, es preciso hacer unas consideraciones sobre las inapropiadas reacciones de algunos dirigentes políticos de la izquierda, que, a nuestro juicio, llevan una amenaza implícita de promover el enfrentamiento en las calles para acallar el movimiento de protesta antigubernamental que se extiende por buena parte de la geografía española.

Por supuesto, no nos referimos a las quejas del ministro Ábalos, que se duele lastimeramente de que haya ciudadanos que pretendan la dimisión del Gobierno, como si este fuera un ente angélico, fuera de las convecciones terrenales, sino a las declaraciones del vicepresidente Iglesias, que en un tono admonitorio y como de pasada señaló a un grupo de dirigentes políticos con nombres y apellidos como posibles destinatarios de las represalias de la izquierda. Que un miembro del Gobierno de la nación, de cualquier gobierno democrático, se entiende, instigue al escrache de sus adversarios políticos es inaceptable, aunque sólo sea porque puede servir de catalizador a los energúmenos antisistema para agredir a unas personas a las que, además, se etiqueta desde los mismos sectores gubernamentales como fascistas e insolidarios. Sin olvidar, por otra parte, que Iglesias se ha permitido el desahogo de señalar a unos representantes de la oposición que en ningún caso han alentado a nadie para que acosen los domicilios particulares de los ministros.

Con todo, lo peor es que detrás de estas reacciones se adivina la incomprensión del actual Gobierno de las causas de unas protestas que han surgido de manera espontánea y que reflejan el disgusto de una parte de la población, mayor o menor, ante la manera en que ha gestionado la lucha contra la pandemia. Son protestas que no operan sobre el vacío, sino sobre una realidad que nuestras autoridades se niegan, siquiera, a contemplar, como si cualquier opinión crítica estuviera viciada por la ignorancia o el sectarismo. Y no es así. Los españoles, la inmensa mayoría, han cumplido sin rechistar los meses de reclusión ordenados por el Gobierno y, muchos, han sufrido las consecuencias laborales, económicas y personales del estado de excepción. Y sobre ellos pesan los muertos, los sanitarios contagiados y el abandono de los mayores. Tienen derecho a protestar. Al menos.