Editorial

Los enemigos del Estado son insaciables

Cada voto secesionista en el Congreso, con el que el Gobierno prolonga su mandato, está dirigido a minar la robustez del país

España vive inmersa en una paradoja política insólita en las democracias homologables. El escenario en el que nos desenvolvemos con una naturalidad que produce estupor es el de que los principales enemigos del Estado, aquellos que tienen grabado en el frontispicio de sus principios la demolición de la nación, son los socios preferentes y más influyentes del Gobierno, con especial ascendencia y entendimiento con la parte comunista del gabinete. Esta anomalía institucional, política, y podríamos aventurar que incluso sociológica, carece de precedentes con la intensidad y determinación en las aspiraciones de sus protagonistas. Lo han dicho por activa y por pasiva. El bienestar y la prosperidad del país no conduce sus actuaciones. Ni los ocupa ni los preocupa. La destrucción del que denominan régimen del 78, en lo que supone una reformulación y actualización de sus ambiciones históricas, es la meta final, que es en definitiva el fin de la democracia española y del sujeto y el objeto históricos que la fundamentan y dan sentido. Tras el fracaso del golpe contra el orden constitucional en Cataluña, la estrategia es perseverar en la política que tan buenos frutos ha rendido hasta la fecha, la desactivación del Estado en beneficio de la desvertebración del poder, o sea de los soberanistas, de ellos. Su privilegiada condición de socio predilecto e imprescindible en la perdurabilidad de Pedro Sánchez y el relativismo que destila el inquilino de La Moncloa han dispuesto un marco diabólico pero ideal para jibarizar España y acelerar la involución centrifugadora. Cada voto secesionista en el Congreso, con el que el Gobierno prolonga su mandato, está dirigido a minar la robustez del país. Además de la factura económica, existe la política y la institucional en ese repliegue intensivo de la democracia en favor de sus adversarios. Ahora, PNV y ERC pretenden arrancar del Ejecutivo una reforma del Tribunal Constitucional para que no dirima sobre los conflictos de competencias entre las autoridades estatales y las comunidades autónomas. El plan no es ya solo neutralizar el órgano supremo de garantías que se ha erigido como un dique a los embates nacionalistas durante años, sino ganar ascendencia en los pleitos y litigios venideros con fórmulas de arbitraje más propicias a la componenda. Las capacidades del TC deberían estar lo suficientemente blindadas en el ordenamiento como para presagiar que la nueva intentona carecería de posibilidades de prosperar, pero la coalición gobernante ha demostrado que es capaz de todo y que, en efecto, el fin justifica los medios. Los ataques al Constitucional y la cruzada para deslegitimar su labor han sido una constante desde la órbita gubernamental y sus socios y todo es posible. Con cada paso al frente de los enemigos de la España constitucional, la democracia mengua y los ciudadanos ven palidecer sus derechos en favor del poder. La oposición debería darse por enterada y moverse.