Análisis
La patera que no llega
La inmigración se enfrenta a otra crisis con fake news y efecto llamada. Solo Europa y los acuerdos con los países de origen darán la solución
Si la patera es blanca y sobria, viene de Mauritania; si es más grande y tiene figuras de colores, procede de Senegal. Los veteranos de la crisis de los cayucos de 2006 distinguen casi a simple vista la procedencia de los inmigrantes que llegan a las costas de Canarias. Forman parte de los distintos servicios de emergencias que los atienden a pie de mar y se enfrentan desde hace semanas a la difícil tarea de recibirlos en medio de una pandemia. En lo que va de año han llegado a Canarias 16.760 personas vía marítima, lo que supone un incremento del 1.019,6 por ciento (15.263 inmigrantes más) con respecto al mismo periodo de 2019 cuando alcanzaron las costas del archipiélago 1.497 personas, según el informe de inmigración del Ministerio de Interior. El espectacular aumento ha devuelto la crisis migratoria al plano de problema principal para España y Europa. Desde el pasado verano empezaron a acelerarse las llegadas a Canarias. Algunos días más, otros menos. Pero un goteo constante. Entonces se empezaron a escuchar las voces que alertaban de que una gran avalancha estaba por venir y este mes de noviembre, para confirmarlo, nos ha dejado las imágenes del puerto de Arguineguín convertido en otra Lampedusa. Si era previsible, ¿por qué no se evitó? Los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas avisaron hace meses de que el cierre de la ruta del Mediterráneo provocaría la reactivación de otra, la que llega por el sur de las costas africanas. Y así ha sido.
Varias lecciones
El colapso que ahora sufre Canarias nos deja una primera lección sobre las cuestiones migratorias: si se cierra una vía, siempre se abrirá otra. Pero si se disecciona la situación en profundidad se pueden extraer algunas lecturas más. A saber: nos enfrentamos a una cuestión cíclica, que cada cierto tiempo vuelve, aunque con diferentes causas y circunstancias; su solución se encuentra en los países de origen (con matices, pero será allí donde empiece a resolverse); es un fenómeno que afecta a toda Europa, y tiene, por último, un inevitable componente humanitario del que la política no debería desprenderse nunca.
Canarias ya se enfrentó a una situación parecida de llegadas masivas en el año 2006. Entonces, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero puso en marcha un equipo multidisciplinar, pilotado por María Teresa Fernández de la Vega (sus reuniones de los viernes con los distintos ministerios implicados se convirtieron en míticas), y se decidió actuar en los países de origen. Se cerraron acuerdos en dos líneas: pactar el retorno y colaborar en labores de vigilancia en sus costas para frenar las salidas. El modelo fue un éxito y ahora trata de reproducirse contra reloj tanto con Marruecos como con Senegal. Arancha González Laya y Fernando Grande Marlaska han encabezado el despliegue diplomático que culminará con la visita de Pedro Sánchez al reino alauí. Otro de los puntos clave de los acuerdos de 2006, y que debería serlo también ahora, fue la cooperación para reforzar las débiles economías africanas. La omnipresente covid-19 también se ha colado en los flujos migratorios y quienes se lanzan al mar lo hacen huyendo de la pobreza y de la falta de turismo que les sostenía y que desapareció el pasado mes de marzo, con el resto de la normalidad.
Pero mientras estas medidas se activan y dan resultados, la solución temporal (y de urgencia) es mantener a los inmigrantes en campamentos en las islas hasta que se proceda a su repatriación. Este modelo, el mismo de Lesbos y Lampedusa, deja al descubierto una de las principales debilidades de la Unión Europea: la falta de una política conjunta (justa y equilibrada) en materia migratoria. La ausencia de una directriz única ya resultó evidente en la anterior crisis de la UE, la de los refugiados en 2015, y los 27 no han sido capaces de poner en marcha una acción coordinada que satisfaga a los países más afectados.
Frontera sur
España, Italia, Grecia y Malta, «la primera línea», se han unido esta semana para exigir a Bruselas que se involucre. Consideran que «no pueden hacer frente a la presión migratoria de toda la UE» y defienden que las cuotas que rechazan otros países, la llamada redistribución obligatoria, «deben mantenerse como la principal herramienta de solidaridad». Y ésta es, precisamente, la palabra clave que deja a Europa huérfana de política migratoria desde hace un lustro, cuando Angela Merkel se enfrentó a la mayoría de estados europeos que se negaban a aceptar a los refugiados que llegaban, sobre todo, de Siria. La valentía de la canciller le ocasionó un elevado coste electoral.
Aquel drama humanitario de 2015 encontró su representación en el niño Aylan Kurdi ahogado en una playa de Turquía. Se preguntaba Susan Sontag en su ensayo Ante el dolor de los demás si nos habremos acostumbrado a la visión de la crueldad o a las imágenes del sufrimiento ajeno hasta llegar a banalizarlo o a convertirlo en espectáculo de una sociedad hiperinformada. La cotidianidad de ver a cientos o a miles de inmigrantes hacinados en nuestros puertos no debería dejarnos indiferentes. Exportar democracia y desarrollo es la vía para evitar más escenas de la vergüenza y para impedir que las mafias sigan desplegando su terrible poder. La inmigración también es objeto de sus propias fake news, esas que les dicen a los jóvenes que las muertes por la covid en Europa han dejado empleos vacantes para ellos. Una cruel mentira con la que venderles un pasaje que termina, en el mejor de los casos, en una deportación a su país de origen o, en el peor, en una patera que se pierde en el mar y no llega nunca.
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