Análisis
La anomalía española
Cada vez que se plantea la reforma de algún punto de la Constitución surgen voces que intentan el derrumbe del sistema del 78: está pasando de nuevo
Los inicios de la nueva política, allá por 2014, vinieron acompañados de un mantra que aspiraba a la reforma constitucional. No había conversación política ni intervención de cargo con responsabilidad (o afán de tenerla) que no apuntara a los «imprescindibles» cambios para adaptar la Constitución del 78 a los tiempos y necesidades del siglo XXI. Han pasado los años y el furor reformista se ha calmado, pero las modificaciones de la Carta Magna siguen siendo una cuestión pendiente en España y vuelve a estar sobre la mesa. El Gobierno ha aprobado el anteproyecto de reforma del artículo 49 para eliminar el término «disminuido» y sustituirlo por el de «personas con discapacidad»: el texto pasará ahora al Congreso para su tramitación parlamentaria. Al margen del fondo del asunto, que cuenta con un amplio respaldo social y que reclaman numerosas asociaciones desde hace años (ya se intentó en diciembre de 2018, pero se frenó por la convocatoria electoral de 2019), el recorrido por las Cámaras, con sus debates y sus posteriores votaciones, reabre de nuevo la controversia sobre los retoques en la Constitución, su oportunidad y, sobre todo, la valoración respecto a qué asuntos pueden verse afectados. Un tema que resulta complicado de abordar en nuestro país y que se vive con mucha más normalidad y naturalidad en los países de nuestro entorno.
Tan solo dos cambios
De hecho, en sus 42 años de vigencia, las disposiciones constitucionales tan solo se han reformado en dos ocasiones: ambas por requerimiento europeo. La primera, en 1992, consistió en añadir la expresión «y pasivo» al artículo 13.2 que regula el ejercicio del derecho de sufragio de los extranjeros en elecciones municipales. La dictó el Tribunal Constitucional para adaptar nuestra norma al Tratado de Maastricht que permitía que todo ciudadano de la UE que residiera en otro país miembro tuviera derecho a ser elector y elegible: se hizo por vía de urgencia en solo 23 días. Más rápida aún fue la segunda de las reformas que llegó en 2011, afectó al artículo 135 y contó con el acuerdo entre PSOE y PP (José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy estaban entonces al frente de ambos partidos). En plena crisis económica, con Bruselas y los mercados financieros pendientes de la situación española y la posibilidad de una intervención flotando en el ambiente, se añadió el principio de estabilidad presupuestaria al texto constitucional. El pacto entre los dos grandes partidos que no se había conseguido en años (y que no se ha vuelto a lograr), se alcanzó en el Congreso en tiempo récord y por sorpresa en el mes de agosto.
Excepto estas dos modificaciones, impulsadas por prescripción europea, no se ha movido ni una sola coma de las que fijaron los padres de la Constitución. Este hecho, que supone una excepcionalidad respecto a las democracias que nos rodean, encuentra su origen en una suerte de furia derrocadora que aspira a demoler nuestro sistema constitucional y aprovecha cada resquicio para cuestionarlo.
La necesidad de adecuar los textos normativos a las circunstancias a lo largo del tiempo es una evidencia que no se pone en duda. Tampoco respecto a la Carta Magna. Algunas de las reformas que se plantean, recurrentes desde hace años, como la que aspira a hacer efectiva la igualdad entre el hombre y la mujer en el acceso a la Corona o la que afectaría al Senado, están siempre en la lista de temas pendientes, pero no se abordan por la falta de sintonía para alcanzar las mayorías que exige el propio texto. Como señala la catedrática de Derecho Constitucional, Teresa Freixes, «las reformas hacen falta y se requieren dos cuestiones: la primera es estudiarlas muy bien y la segunda es abordarlas con el mayor acuerdo posible».
El consenso imprescindible
Esa falta de un clima político proclive al acuerdo, aumentada por la tensión electoral permanente desde hace un lustro, agrava la peculiaridad española que frena de manera sistemática cualquier posibilidad de adaptación de la Constitución. El afán derogador, más que reformista, que define a una parte del arco político parlamentario ha vuelto a precipitarse con la llegada del anteproyecto de reforma del artículo 49 al Congreso. Nada más conocerse el texto (que ha resultado ser, por otra parte, más amplio que el mero cambio de denominación), algunos partidos han marcado ya estrategia: Podemos considera que «la reforma se queda corta», ERC insiste en incluir la posibilidad de convocar un referéndum de autodeterminación y desde el PNV avisan de que «la inestabilidad política e institucional hará inevitable un debate más amplio: vamos a sacar una cereza del cesto y van a salir otras».
Estas posiciones nos sitúan otra vez en el mismo escenario que siempre ha impedido las reformas constitucionales para las que se necesitan consensos y mayorías amplias (para esta en concreto se requieren 3/5 de ambas Cámaras: 210 diputados y 159 senadores). Se reedita una vez más la parálisis permanente que provocan quienes buscan aprovechar cualquier modificación que se plantee para alterar sustancialmente las bases de la convivencia del 78: convierten en un fósil una norma que, inevitablemente, debe mantenerse viva. Adolfo Suárez aseguraba que «con la Constitución es posible lograr una concordia civil llamada España». Y para adaptar esa concordia a los tiempos y las circunstancias nuevas es necesario no poner en cuestión siempre el todo y permitir retocar la parte.
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