Análisis

La asignatura pendiente

Tras el difícil curso covid, la educación se enfrenta a otra ley sin consenso y con polémica: los suspensos ya no serán el criterio para repetir

Termina junio y la sensación de final de curso lo impregna todo. A las aulas españolas ha llegado también este tiempo de cambio para poner fin a los meses más complicados y distópicos a los que se han tenido que enfrentar. La pandemia ha sido un verdadero test de estrés para el sector educativo, pero no ha sido el único: en plena adaptación al coronavirus se ha tenido que preparar, además, para el cambio de ley que viene. El curso 21-22 será el primero en el que se aplique la Ley Orgánica de Modificación de la LOE (Lomloe). La norma de la ministra Isabel Celaá se aprobó a finales de 2020 y lo hizo, como casi todas sus predecesoras, acompañada de polémica, protestas de los distintos sectores de la enseñanza y muy lejos de ese deseado consenso al que se aspira siempre en uno de los ámbitos más determinantes y que más construyen un país. La necesaria estabilidad en la formación de las generaciones futuras no se ha logrado y se han aprobado hasta ocho leyes desde 1980 que suponen reformas continuas, cuando no enmiendas a la totalidad del sistema educativo y que impiden un proyecto real de educación a largo plazo. No se espera un pacto de Estado que permita traspasar la medida de la legislatura y nuestra reciente historia educativa se reduce a una sopa de siglas que ha formado a todas las generaciones nacidas en democracia sin lograr superar el «cuando yo gobierne, lo derogaré».

Sin comparecencias

Antes de la aprobación de la Ley Celaá ya se multiplicaron las críticas de los distintos sectores de la enseñanza, que pese a sus manifestaciones y protestas no consiguieron frenarla. Ahora ha comenzado la tramitación parlamentaria del decreto que desarrollará aspectos concretos de la norma. El contenido de este proyecto avala que la promoción y titulación en las diferentes etapas educativas no la determine el número de suspensos: que pasar de un curso a otro dependa de la «madurez» del alumno. Es decir, las asignaturas que no se hayan aprobado ya no serán el único criterio a tener en cuenta por los profesores. Y este nuevo baremo rompe, según muchos expertos y docentes, la necesaria relación entre el esfuerzo y la recompensa y acabaría con el concepto de mérito en la formación. Alertan del riesgo de desincentivar a los alumnos al establecer que el conocimiento no tiene consecuencias, ya que aprobar sería irrelevante para el resultado final. A este cambio en la nueva ley se suma también la reducción del papel de la memoria en el aprendizaje: otro giro que genera dudas entre padres y educadores.

La modificación, en aspectos tan sustanciales del sistema educativo tal y como lo conocemos, está incluida en el borrador del decreto, que aún no se ha aprobado pero que entraría en vigor en el curso 21-22. Una cuestión controvertida que requeriría de un enorme consenso y que la ministra de Educación aún no ha explicado en sede parlamentaria: hasta tres veces ha solicitado el PP su comparecencia. La última, a través de su portavoz en el Congreso, Cuca Gamarra, la semana pasada y, dado que el periodo de sesiones del Congreso está a punto de terminar, lo más probable es que no se produzca hasta septiembre.

En cualquier caso, basta mirar la evolución a lo largo de los años para constatar que acuerdo y consenso son dos palabras reñidas con el sistema educativo español, tanto en lo relativo a las etapas formativas de los alumnos como en uno de los momentos clave de su vida académica: la Evaluación de Acceso a la Universidad (EvAU), el examen o la prueba que determina el paso a la universidad, o sería más correcto decir las pruebas, ya que en cada comunidad autónoma se convoca una diferente. Lo que sí comparten todas, se celebren donde se celebren, es la polémica en la que suelen ir envueltas.

Décadas de estancamiento

Y este año no iba a ser menos. La dificultad del examen de matemáticas en las pruebas realizadas en Madrid ha despertado enormes críticas por la desigualdad que genera entre alumnos de distintas regiones que luego sí van a competir con los de otras autonomías para entrar en las mismas universidades. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha solicitado al Gobierno que se establezca una selectividad única para toda España con el objetivo de evitar estos desequilibrios, tras calificar la prueba de este año que ha calificado como «la más desigual de la historia de España».

Estos son algunos ejemplos de las controversias y los problemas que rodean a la educación en nuestro país y que nos condenan a la falta de nivel y calidad y a la desconexión con el mundo real y con el mercado de trabajo. Cada informe PISA viene a confirmar nuestro lugar en la clasificación internacional: esta influyente prueba educativa, vinculada a la OCDE y que mide los conocimientos en matemáticas, ciencia y lectura de los alumnos de 15 años, se celebró por última vez en 2018 (la siguiente será en 2022) y participaron 79 países. En ella se refleja un estancamiento de España que en las últimas dos décadas no ha logrado salir de la zona media baja de la clasificación, con países mucho menos desarrollados en otros parámetros. Y esa ausencia de progresión y de mejora nos retrata, ante el mundo y ante nosotros mismos. Aunque Flaubert defendía que la «vida debe ser una incesante educación», los primeros años de formación resultan clave. Es fundamental adaptar el sistema educativo al siglo XXI para las futuras generaciones, pero ¿se puede lograr un objetivo tan ambicioso sin consenso político?