Análisis

Elogio de la “realpolitik”

La erosión por el abuso de los gestos vacíos exige ya una vuelta al pragmatismo

Cuando Otto von Bismark calmó las aguas de los agitados imperios europeos del siglo XIX y armó la Alemania que hoy conocemos no sospechaba que estaba inaugurando la «realpolitik» del XX y el XXI. Esa corriente de la ciencia política que prima las cuestiones pragmáticas sobre las ideológicas y que suele aplicarse al ámbito internacional para explicar las decisiones que adoptan los países situando sus intereses por delante de cualquier otra consideración. Aunque a la vista de la ruta tomada por nuestros dirigentes, no estaría de más aprovechar la estrategia del estadista alemán y aplicarla con rigor a la política patria. Si los últimos siete años de administraciones zigzagueantes y azares demoscópicos nos han dejado elementos suficientes para intentar reconducir el estilo de gestión, este comienzo de curso se está destapando como una gran fábula (con moralejas incluidas) que alerta sobre los riesgos que nos acechan y nos lastran. La falsa agresión homófoba y la cadena de consecuencias que ha generado se han convertido en el resumen perfecto de los males que arrastra nuestra sociedad y nos sitúa ante nuestro reflejo con varias lecciones que aprender. Y todas ellas, además, confluyen en la necesidad de una vuelta a otro tipo de política, más realista, de resolución de problemas concretos, que eluda los escenarios radicales y se imponga frente a gestos vacíos.

Desacelerar los tiempos

Más allá de la evidencia de dejar actuar a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, primero, y a la Justicia, después (y solo esto ya tiene entidad más que suficiente), la bola de nieve generada por la denuncia que terminó en invención nos recuerda el valor de aspirar a la reflexión y al sosiego para afrontar los debates públicos, los que nos afectan a todos. Hubo un tiempo en este país en que se repetía el mantra de «no legislar en caliente»: se esgrimía en cada ocasión que se producía un suceso, generalmente terrible y sobrecogedor, que impulsaba a algún colectivo social o grupo político a exigir cambios «ad hoc». En la era de la inmediatez y la aceleración de las redes sociales pedir una cierta pausa puede resultar casi una quimera, pero el desfase de esta semana entre la realidad, los hechos, y la respuesta política ha resultado tan evidente y clarificador como preocupante. Y especialmente por la actuación del Gobierno, a quien se presupone una mayor responsabilidad. Desde la falta del principio mínimo de precaución de Fernando Grande-Marlaska, pronunciándose con una investigación incipiente, hasta los mensajes de Irene Montero o Ione Belarra en los que apuntaban a PP y Vox por crear un ambiente propicio para fomentar los delitos de odio. Agitar una bandera ideológica o parapetarse detrás de unas siglas (o lanzarse directamente contra otras) son formas de hacer política que entrañan más riesgos que beneficios: terminar reduciendo a mero partidismo un asunto de derechos humanos, de igualdad y respeto que afecta a todos los españoles cristaliza, al final, en un frustrante ataque a las bases del Estado de Derecho.

La gran paradoja

Al confundir la ideología propia con los baremos para medir la justicia se entra en un terreno peligroso que comparte espacio con un concepto formulado en la década de los 80 (y rescatado en los últimos años) denominado «bullshit» y que consiste en la pérdida de valor de la verdad, cuando los hechos dejan de ser lo más importante. A través de una exageración o una sobreactuación se compromete la verdadera cuestión de fondo que, en este caso, es el aumento de los delitos de odio (sobre todo a través de las redes), como indica, por ejemplo, la memoria anual de la Fiscalía de 2020. Se da la paradoja de que el exceso de gestos vacíos perjudica la causa que pretende defender, enrarece la convivencia y erosiona la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Se hace más pertinente que nunca la exigencia de una transformación del debate público: en fondo y forma. Urge una vuelta a los cauces del realismo y a los intereses generales sobre los partidistas para evitar que la política termine convertida (o percibida, que viene a ser casi lo mismo) en un elemento cada vez más ajeno y menos útil a la sociedad a la que representa. Hay que recuperar una «realpolitik» de negociación reposada, sin precipitaciones, que afronte los asuntos considerando a los ciudadanos como adultos capaces de entender y discernir los matices. La petición, de obvia, resulta naif.