Rebeca Argudo
La izquierda pierde y no lo entiende
Alanaba el PP las elecciones andaluzas del domingo con una histórica mayoría absoluta. Tan solo ellos, con 58 escaños, y Vox, con catorce (dos más que en las últimas elecciones) subían en parlamentarios mientras la izquierda, toda, se desmoronaba. Y lo hacía, además, en el lugar que ha sido siempre su gran feudo. El simbolismo no es baladí. Pero cualquiera que no hubiese prestado demasiada atención al recuento electoral y solo escuchase, de pronto, las declaraciones de los representantes de estas formaciones, y de ciertos periodistas, no entenderían absolutamente nada: ha perdido Ayuso, hemos pinchado el globo de la ultraderecha, se gana gracias a los ingentes recursos del Gobierno, la ciudadanía nos espera… Y es que anda la izquierda desnortada todavía, como ese púgil con el ojo a la virulé que apenas se tiene en pie tras tremenda golpiza pero palmea al aire mientras grita (él cree que grita, pero es solo un susurro) «dejadme solo, que ya es mío» ante un tipo que se limita a sujetar su frente, sin apenas esfuerzo, con el brazo extendido mientras hace mentalmente la lista de la compra.
Le urge al PSOE pasar rápido página, sí, y diferenciar unas elecciones autonómicas de unas generales. Convencer a su electorado de que lo ocurrido en Andalucía –y en Madrid, en Castilla y León…– no es sintomático de un sentir general, ni preludio de una (más que segura) balada triste. Pero no ayudan las Lastras ni las Díaz a reanimar –y rearmar– a una izquierda que no parece haber entendido nada. Hasta Iglesias interpretaba el trastazo como una necesidad de «decir cosas de izquierdas» y «hacer cosas de izquierdas». A veces Iglesias, como Lastra, parecen el topo empotrado para dinamitar desde dentro a la izquierda.
Mientras tanto, el PP viste, que no disfraza, la alegría por los resultados (merecida e indisimulable) de humildad y de prudencia. Libre de servidumbres, gracias a que las cuentas salen con holgura, tiene ahora la capacidad de ocupar el centro que ha abandonado Sánchez, por deudas con sus socios, y Ciudadanos, por un deceso inminente. Ahora, con las manos libres, puede (debe) alejarse de la crispación y el griterío, marcar distancia con los populismos, presentar propuestas para los problemas de ahora frente a una oposición que, como no ha entendido nada todavía, seguirá gritando que si Franco, que si los fachas, que si el coco.
En esas cabecitas con cortes a la moda y problemitas de salón de té, desde ahora, no lo duden, todo esto que ven es ultraderecha. No exagero, ojalá: En una mesa de análisis en plena noche electoral ya decía una periodista (escorada a babor pero con mechas de derechas, no diré su nombre porque soy una dama y porque yo, a Angélica Rubio, no la conozco de nada) que esta victoria lo único que demostraba es que la ultraderecha siempre ha sido el PP y ahora ha vuelto. Toma castaña. Estamos a dos formaciones políticas con nombre de interpelación animosa más topónimo de región semivaciada de que alguien plantee la ilegalidad (e ilegitimidad moral) de no ser de izquierdas en este país. Por decreto ley, lo menos.
Pero lo cierto aquí es que el PP tiene la mayoría absoluta que le permite, ahora, hacer una política adulta. Porque este triunfo suyo es también la derrota del populismo y a Andalucía le toca iniciar el cambio de ciclo. Ya hemos permitido demasiado tiempo que los niños se sentaran a la mesa y creyeran que su activismo tardoadolescente era alta política. Ahora les toca quitar de ahí los codos, masticar con la boca cerrada y dejar hacer a los mayores.
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