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Nuevo curso judicial

Apertura de hostilidades, de manera pública, notoria y hasta engreída

La presencia del fiscal general del Estado junto al Rey, en este contexto, adquiere un simbolismo que trasciende la anécdota

La apertura del año judicial celebrada ayer fue mucho más que una ceremonia de protocolo. Lo que debía ser una reafirmación institucional se transformó en un signo del tiempo político: un poder que, en lugar de sostener los equilibrios sobre los que descansa la democracia, los somete a una estrategia de desgaste. La escena no se redujo a la presencia de un fiscal general procesado junto al Rey, ni a la división del Consejo General del Poder Judicial, ni siquiera a los comunicados de jueces y fiscales reclamando dignidad institucional. Lo que se manifestó fue algo más hondo: la vulnerabilidad de los contrapesos que hacen posible la convivencia democrática.

En este marco debe entenderse la estrategia del Gobierno. Lo que empezó como un pacto coyuntural con partidos independentistas se ha convertido en un relato sostenido: la idea de que los jueces actúan movidos por sesgo político y que, en consecuencia, sus decisiones no emanan de la legalidad sino de una voluntad persecutoria. La acusación de lawfare, repetida en medios internacionales y asumida en el discurso oficial, no es un gesto pasajero. Es la construcción de un clima en el que la autoridad judicial se percibe como una facción más, susceptible de ser neutralizada. Por eso, la apertura del año judicial no lo fue realmente: se abrieron ayer las hostilidades de manera pública, notoria y hasta engreída.

La presencia del fiscal general imputado junto al Rey, en ese contexto, adquiere una densidad simbólica que trasciende la anécdota. La Corona, como encarnación de la continuidad del Estado, representa la unidad de la nación en su dimensión permanente. La Fiscalía, como órgano garante de legalidad, debería presentarse como expresión de imparcialidad y de servicio a la ley. Colocar en el mismo plano al Rey y a un fiscal cuestionado por la Justicia no es un accidente de protocolo: es la alteración de un orden simbólico en el que descansa la legitimidad democrática.

Esa imagen no degrada solo a la Corona, ni a la Fiscalía, ni a los jueces que contemplan el acto. Degrada la idea misma de que las instituciones se rigen por una ejemplaridad que está por encima de los intereses del momento. El propio García Ortiz, intentando legitimar su posición, llegó a decir: «Si estoy aquí como fiscal general del Estado es porque creo en la Justicia, en el Estado de Derecho, en la independencia judicial, en la legalidad y la imparcialidad… Y, por supuesto, en la verdad».

Una apelación solemne que no disipa la sombra de la anomalía, sino que la subraya por ese viejo precepto del derecho: Excusatio non petita, accusatio manifesta

La división interna del Consejo General del Poder Judicial ilustra este desplazamiento. La apelación a una «lealtad institucional» por parte de quienes callan ante el descrédito de la Justicia revela la paradoja de nuestro tiempo: la lealtad ya no se entiende como fidelidad a los principios constitucionales, sino como sumisión a la conveniencia política. Isabel Perelló lo expresó de manera inequívoca: «Los jueces no seguimos instrucciones de nadie».

La Justicia no es simplemente un poder más en el engranaje constitucional; es la instancia que impide que el poder se confunda con la fuerza. Allí donde se preserva su independencia, la ley se mantiene como medida objetiva de la acción política; allí donde se erosiona, la norma se disuelve en la voluntad circunstancial de quien gobierna. No es la desaparición de la democracia lo que está en juego, sino su vaciamiento lento: el tránsito de un sistema de límites a un sistema de arbitrariedades. Una nación puede conservar sus ritos y sus formas, pero, si los jueces dejan de ser reconocidos como intérpretes imparciales, lo que se pierde es la convicción colectiva de que el derecho está por encima de los gobernantes. Y sin esa convicción, la libertad no es más que una promesa retórica.

La política contemporánea se ha acostumbrado a gobernar en la provisionalidad. Pero la Justicia no puede vivir de la coyuntura. Su función no es adaptarse a los vaivenes del poder, sino mantener una continuidad que resista frente a ellos. Cuando el Gobierno erosiona esa continuidad, lo que pone en cuestión no es la capacidad de los jueces, sino la confianza ciudadana en que la ley rige para todos por igual. Y sin esa confianza, la democracia se vacía lentamente de contenido. No se destruye de golpe, pero pierde el fundamento sobre el que descansa: la certeza compartida de que la legalidad está por encima de la voluntad del gobernante.

La ceremonia de ayer quedará como signo de este proceso. El Ejecutivo quiso presentar fortaleza al exhibir al fiscal general junto al Rey, pero la escena reveló lo contrario: la fragilidad de un poder que necesita arrastrar a la Justicia a su terreno para sostenerse. Porque quien se siente obligado a desacreditar a los jueces antes de que hablen está confesando, sin decirlo, que teme su palabra. Y en esa confesión se encuentra la paradoja de nuestro tiempo: el poder que pretende mostrarse absoluto revela su límite en el mismo gesto con que busca imponerse.