
Álvaro Petit Zarzalejos
Fatiga de materiales
Es urgente un adelanto electoral que ponga fin a la corrosión y abra un horizonte que incluya un refuerzo de los límites a la acción de gobierno

España está fatigada. No exhausta por el peso de estos siete años, sino por algo más delicado y más profundo: una erosión interior, persistente, como la que agrieta el hierro desde dentro hasta que, un día, cede.
No es una crisis puntual ni un sobresalto ideológico, sino una transformación callada, estructural, que ha ido debilitando los nervios del Estado hasta volverlos casi insensibles al escándalo.
La política, concebida como un arte de convivencia y no como una tecnología de supervivencia, como una larga conversación entre generaciones, ha sido arrumbada para elevar en su lugar una máquina que solo responde a una consigna: resistir.
No transformar, no persuadir, no pactar. Resistir. Y para ello, se ha desdibujado todo lo que alguna vez fue frontera: la legalidad, la decencia, incluso la vergüenza.
Se legisla no para ordenar lo común, sino para proteger lo propio. Y en ese desplazamiento, casi imperceptible al principio, las instituciones han ido perdiendo su centro de gravedad.
No son movimientos espontáneos, fruto de la acción de hados misteriosos e incógnitos.
Es el fruto de la acción consciente, clara e intensa de un Gobierno decidido a eliminar estorbos y asfixiar al país en favor de una retahíla de intereses particulares que poco a poco vamos conociendo con mayor grado de detalle.
El síntoma más reciente de esta deriva es la inimaginable Leire Díez, personaje que define a la perfección el paisanaje humano que el sanchismo ha reunido en torno al poder, sus instituciones y sus cloacas.
La asesora socialista insiste en que es periodista, en que está escribiendo un libro y que no es fontanera. Sin embargo, los audios que cada día conocemos –muchos de ellos en LA RAZÓN– la desmienten. No investiga, ofrece influencias frente a la Justicia; no escribe libros, conspira contra la Guardia Civil.
Y el escándalo no es tanto por lo que hemos escuchado estos días –que es gravísimo, pero a nadie puede sorprender tras siete años–, sino por cómo se dijo: con la naturalidad de quien despacha mercancía habitual.
El gesto, más que el contenido, revela un clima, una atmósfera, como si lo insólito se hubiera vuelto costumbre.
El verdadero problema no es la existencia de irregularidades. Siempre hubo abusos; son fruto de la condición humana.
El problema es la disolución de los frenos, la sensación que cunde y no debería, de que el Estado ya no tiene un lugar inmune desde el que velar por todos. Lo que debería ser neutral ha dejado de serlo. Y lo que debería ser ejemplar, ha quedado manchado.
Es urgente un adelanto electoral que ponga fin a esta corrosión y abra un horizonte que incluya un refuerzo de los contrapesos y límites legales a la acción del gobierno.
Parte del problema que hoy sufrimos es fruto de haber vivido en una cultura política en la que la buena marcha y las buenas prácticas de los gobernantes quedaban al albur de sus propias nociones éticas y morales. Ciertamente, hasta ahora ha sido suficiente, pero la fatiga de materiales es demasiada.
Tras estos años, es evidente que no. La facilidad con la que la alianza de socialistas, extrema izquierda y separatistas han desmontado todos y cada uno de los frenos al poder debería llamar a la reflexión a todos los que aspiren a ejercerlo con dignidad.
Desmontar el sanchismo es relativamente fácil; basta con emplear el BOE con efectividad. Lo complejo y en lo que va el futuro, es en hacer que los atropellos vividos no puedan repetirse.
Esos límites no podrán sustituir nunca a la integridad personal. Y esa es otra tarea urgente: que los líderes y partidos políticos que están sosteniendo por conveniencia a este Gobierno acudan al diván.
Especialmente, el PNV, sumido en una ola de silencio sepulcral desde hace demasiados días.
Los «pulcros» del EBB, siempre con palabras grandilocuentes en el disparador, ¿qué tienen que decir ante semejante decadencia?
¿Dónde quedó el tono hondo y solemne con el que votaron contra Mariano Rajoy por una sentencia luego corregida por la Justicia?
¿No es aplicable ese mismo tono, uno incluso más duro, contra este Gobierno? Las contorsiones tienen un límite, incluso para el PNV.
De Sumar, mejor no hacer ni una sola mención.
Las naderías con las que despachan la situación son lo suficientemente elocuentes.
La edad de la inocencia debería terminarse, la de creer que hay espacios que no se tocan, normas que no se doblan, instituciones que no se abajan cuando el poder se desboca; está en el alero aquello que separa la democracia como cultura cívica de la democracia como formalismo vacío.
Y lo que está en juego no es una elección, sino la posibilidad misma de que las normas sigan siendo reconocidas como límites y no como obstáculos.
Sustituir la confianza en el ser humano por cierta cordura moral que, desde el entramado de nuestras instituciones, impida normalizar lo anómalo, y que el cálculo no sepulte lo correcto.
Recuperar, en fin, un clima de exigencia serena, sin odio, sin histeria, pero que, con claridad, haga reconocible lo inaceptable y elimine toda sombra de confusión sobre lo que es correcto.
Porque lo que cruje no es solo los resortes de un gobierno.
Lo que cruje es la idea de que hay una base compartida desde la cual disentir. Esa base –hecha de respeto, de ley, de cierta humildad institucional– es la que se está desgastando. Y si se pierde, no habrá discusión posible. Solo gritos. Solo ruido.
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