El análisis

Isonomía

Las declaraciones de Nadal sobre reivindicaciones según el sexo refuerzan la necesidad de fijar un baremo objetivo, no ideológico

Rafael Nadal
Un detalle de las deportivas del tenista, Rafa Nadal Agencia EFE

Esta semana pasada, vimos como Rafa Nadal respondía a una pregunta sobre las reivindicaciones laborales que se dan actualmente en muchos deportes según sexo. De una manera muy asertiva, afirmó que él estaba a favor de la igualdad de cobrar las mismas cantidades -independientemente del género- siempre en proporción de los beneficios que generara cada deportista y su poder de convocatoria. Las declaraciones de Nadal solo refuerzan algo de sentido común: la necesidad de establecer un baremo objetivo (no ideológico) para juzgar ese tipo de cosas. No descartemos, sin embargo, la posibilidad de que se le eche encima cualquier radical acusándole por ello de poca sensibilidad o de algún tipo de ranciedad, de sexismo, o incluso de supuesto fachoesferismo.

Si una figura del deporte atrae a los estadios a una multitud que está de acuerdo en pagar una entrada de un importe equis por verle en acción, lo más lógico es que esa figura protagonista cobre en función de esas dos variables: cantidad de gente que acude y cantidad de dinero que los voluntarios espectadores están dispuestos a pagar por el privilegio de verlo en vivo. El hecho de que la figura deportiva tenga la capacidad biológica de gestar o de fecundar no va a poder alterar en nada las proporciones de esa fórmula. Nadal está usando simplemente la lógica más directa y cartesiana y nadie puede acusarle de insensibilidad, ya que ha dejado bien claro que, cuando una mujer deportista concita a su alrededor mayor expectación e interés por su tarea que un hombre, debe también cobrar más que este.

Cualquier reproche de posible falta de sensibilidad de Rafa Nadal quedaría en su caso desmentida además por los actos que ha protagonizado. Nunca podremos olvidar las veces que no ha dudado en coger la pala e irse a ayudar a sus paisanos -hombres y mujeres, así como su paciencia en la pista con públicos adversos o su bonhomía con los contrarios. Nadal es probablemente, junto a Sainz y Alonso, una de las figuras deportivas españolas más legendarias e importantes del último medio siglo. Es una alegría comprobar que una figura de ese prestigio busca respuestas desde la orilla de la lógica y de la simple objetividad. Para resolver las controversias, de lo que se trata es de perseguir siempre un modo empírico de establecer un indicador objetivo. Eso, en el fondo, es espíritu científico. Y en el siglo veintiuno que nos espera, pleno de victimismos, reivindicaciones, y estafadores dedicados a intentar rentabilizar económicamente los lloriqueos, es lo que nos puede defender de ser expoliados.

Nadal es valiente ya meramente expresando su opinión sobre el tema, porque en estos momentos de polarización, extenderse sin remilgos sobre estos asuntos es exponerte a que cualquier tarugo a la moda apunte su punto de mira hacia ti. Nadie debe avergonzarse de tener sentimientos intensos, pero a la hora de deliberar es de agradecer encontrarse con unas dosis de asertividad, tan necesaria a la hora de pronunciar nuestras opiniones.

Por supuesto, sería infantil esperar que todos los grandes deportistas fueran ejemplarizantes. No los seguimos por eso, ni la expectación que nos provocan se fundamenta en el imperativo categórico kantiano. Precisamente, debido a ello, es una especie de agradable propina encontrarnos con casos como el de Nadal que unen a sus dotes atléticas la humildad y el orgullo, la tranquilidad y el coraje. Un tipo veraz, sincero y consecuente.

La isonomía (la igualdad de todos marcada en las leyes) es un anhelo muy antiguo. Desde que Clístenes, en la antigua Grecia, la puso en marcha, la idea ha tenido que luchar siempre contra adversidades y verse sitiada tanto por estructuras de costumbres como por tiranías interesadas. Pero es la base de la democracia y, curiosamente, procede del mismo lugar y la misma época que consagró el culto al deporte a través de las Olimpiadas. Las Olimpiadas tuvieron su origen en una ceremonia de paz que interrumpía las batallas y, a lo largo de épocas oscuras, desaparecieron durante mucho tiempo. Pero siempre revivían, porque sus principios eran eternos y comúnmente deseables. Esa llama no se apagará nunca. Y es alentador encontrar tal idea apolínea formidablemente encarnada en seres de músculo y hueso como Rafa Nadal.