
Legado
Juan Carlos I: «Vivo con el corazón anclado a mi patria»
Llega a España «Reconciliación», unas memorias cargadas de nostalgia

El 1 de octubre de 1975, en el 39º aniversario de su llegada al poder, Franco, ya agónico y balbuceando frases ininteligibles, hizo su última aparición pública en el balcón del Palacio Real. Detrás de él, impasible, se encontraba su sucesor, el futuro Rey Juan Carlos I, conteniendo su malestar y preguntándose cómo haría cambiar la opinión de toda aquella gente, especialmente del llamado «búnker», contrario a cualquier apertura. Pero se ganó la confianza de los españoles: «Yo encarnaba la juventud y el dinamismo, la toma de riesgos y la energía. Otra cara de la España en contraste radical con el régimen».
Así lo recuerda 50 años después en «Reconciliación», sus memorias coescritas con Laurence Debray y publicadas en España por Planeta. Su llegada a nuestras librerías, después de ser lanzadas en Francia el 5 de noviembre, limpia su lectura de sesgos ajustándola oportunamente a nuestra historia. A lo largo de 512 páginas, el Rey habla desde la dignidad de España, registrando su propio dolor y sintiendo que tiene necesidad de ella. Entiende, respeta y considera las veces que puede haber provocado que el pueblo español se sienta herido, pero ha tomado la pluma convencido de que contribuyó a hacer de España un lugar mejor. Hoy reivindica su legado y la narrativa sobre la Transición, la monarquía y su papel en la historia: «No tengo derecho a llorar, pero tengo derecho a buscar mi anhelada reconciliación con el país que tanto amo y añoro».

En la forja donde se templó como Rey –una España «bajo la férula de Franco»–, tenía presente lo que su padre y abuela le habían repetido una y otra vez: «La Corona debía unir a todos los españoles, y que los principios democráticos debían ser el fundamento de la monarquía». Trabajó mano a mano con todos los presidentes de Gobierno, cada uno con su propia personalidad y estilo. «La prensa decía detectar preferencias personales mías por uno u otro, pero con todos mantuve una relación fluida y personal basada en la total confianza». Por longevidad en el cargo y los retos que afrontaron, pudo tener un vínculo más sólido con Felipe González. Recuerda una anécdota con el entonces presidente venezolano Carlos Andrés Pérez, recién llegado a Madrid en visita oficial, en 1976, cuando el PSOE era todavía ilegal. «He traído de contrabando a Felipe González. ¡Espero que no le moleste!», le anunció. Don Juan Carlos se echó a reír : «Hagamos nuestra ceremonia oficial y que luego él se escabulla discretamente por detrás».
España, «un caballo a galope»
Aquella España donde bullían tantos cambios como convulsiones, la compara con «un caballo al galope». Él era el jinete que trataba de mantenerlo a raya, «de impedir que se desviara demasiado a la izquierda o a la derecha». Tuvo sus días malos: «Hubo momentos en los que me sentí tan abatido que me dije a mí mismo: ‘‘Si las cosas van mal, me voy’’». Su mayor zozobra –el temor de que un golpe hiciera naufragar la democracia– tomó forma el 23 de febrero de 1981. «Mi proyecto político estuvo en peligro, y el destino de todos los españoles en mis manos. ¿Sería capaz de salvar la democracia que habíamos construido entre todos con una esperanza de renovación?» Quiso que su hijo viviese los momentos de tensión a su lado: «Tenía que verlo con sus propios ojos, escucharme, entender que a veces todo puede tambalearse en cuestión de segundos, incluso la Corona. Y, sobre todo, que la monarquía constitucional nunca puede darse por sentada, siempre hay que defenderla». Ese día, según dice, el príncipe Felipe comenzó su aprendizaje de Rey.

Don Juan Carlos reconoce que no todo fue perfecto, pero sí «un hermoso momento de construcción, esperanza y vitalidad». Y ese es un legado que deja a su hijo. «Lo hicimos lo mejor que pudimos, siempre en interés de España». Siguiendo ese interés, en 2014 consideró que había llegado el momento de poner fin a su reinado, una cuestión íntima y a la vez institucional. «El vínculo con la Corona es sagrado e innato». Y recuerda el exilio de su abuelo Alfonso XIII: «Estoy convencido de que mi abuelo perdió las ganas de vivir cuando dejó de reinar». Su propósito al abdicar fue claro: «No estorbar el buen funcionamiento de la Corona ni ser un obstáculo para mi hijo en el ejercicio de sus funciones de soberano».

Pensó en una retirada temporal, alejarse unas semanas para acallar el ruido mediático y dejar que los tribunales de justicia, en España y en Suiza, llevaran a cabo sus investigaciones con total tranquilidad. «No imaginaba que cinco años después, dos de ellos sin regresar a mi país, seguiría en Abu Dabi», lamenta. En sus memorias, la palabra «abandono» se repite 27 veces. «Hay días de abatimiento y de vacío. Vivo sin perspectivas, sin saber si algún día podré volver… Ahora estoy lejos de mi patria, pero mi corazón permanece firmemente anclado en ella».
El libro entrelaza rosas y espinas, reflexiones personales y otros más institucionales. Y deja espacio también para sus cuitas amorosas de juventud. Envió su primer ramo de flores a Blanca Romanones, aunque su primer amor fue una de las hijas del rey Humberto II de Italia. No le faltó un amorío secreto y, por tanto, imposible: Hélène, la tercera de los once hijos del conde de París. «Llamé Elena a mi hija mayor en su honor». Eran flirteos livianos que Franco le pidió cortar en seco: «Ya es hora de que Su Alteza deje de coquetear y se case». Tenía 23 años y entendió el mensaje. En junio de 1961, conoció a su futura esposa, Sofía, en la boda de Eduardo, duque de Kent, aunque ya habían coincidido antes en un crucero en el yate Agamenón en 1954, organizado por su madre, la reina Federica de Grecia.

En sus memorias, colma a la Reina Sofía de halagos y reconocimiento. «Nada podrá borrar mis profundos sentimientos hacia mi esposa, Sofi, mi Reina, ni siquiera algunas desavenencias. Sigo muy apegado a mi mujer, que conserva toda mi admiración y todo mi afecto. No tiene igual en mi vida y así seguirá siendo, aunque nuestros caminos se hayan separado desde que me fui de España y ya no compartimos el mismo techo». Está convencido de que tendrá su puesto en la historia contemporánea de España, «un lugar bien merecido, como el que ella ocupa en mi vida: el lugar más elevado».
Rey de por vida, no emérito
Don Juan Carlos se queja del impacto que ha tenido la prensa sensacionalista en su reinado y aprovecha también para reclamar un título oficial equivalente a «Rey padre». «Según la ley orgánica que avala mi abdicación, conservo de por vida el título honorífico de Rey. Imagino que la prensa, para evitar confusiones entre mi hijo y yo, inventó el término rey emérito, que incluso se ha convertido en ‘‘el emérito’’ a secas. No me gusta esta designación. Estaría justificado examinar esta cuestión para institucionalizar un título oficial equivalente a Rey padre».
Cada capítulo emana nostalgia de España. Siente como si se le pegara a la piel. «Es donde he dejado mis mejores recuerdos y mis mayores orgullos». De vez en cuando, se desquita con el jamón serrano que le envían ya cortado desde España. «Me tengo que conformar con un sucedáneo», escribe con ironía. Con más emotividad que obsesión, habla de la muerte. «Pienso en ella con serenidad, a fuerza de ver partir a los amigos. Cuando llegue mi hora, llegará. Entonces podrán hacer lo que quieran conmigo. ¿Hay planes para mi funeral? No lo sé. Nadie me lo ha dicho nunca».

Con la confianza de haber dejado la Corona en buenas manos, su mayor deseo es «una jubilación tranquila, renovar una relación armoniosa con mi hijo y, sobre todo, volver a España, a mi casa. Vivo con la esperanza de redescubrir esa familiaridad con sus paisajes, sus gentes y sus olores. España dejó un vacío dentro de mí. Y ese vacío seguirá existiendo hasta que pueda volver a vivir allí con total normalidad». No deja de ser una triste ironía que, habiendo tomado siempre la vida, como él dice, como una sucesión de peripecias, esta última sea la más amarga». Y habría que recordar que en la historia, según advirtió el escritor austríaco Stefan Zweig, los momentos en los que prevalecen la razón y la reconciliación son cortos y fugaces.
«Atacándome a mí, se golpea a la Corona»
España inició la etapa monárquica actual, tras casi cuatro décadas de dictadura, con la transición a la democracia y la Constitución de 1978, por la que Juan Carlos I se convertía en el rey de todos los españoles, despertando una simpatía que se conoció como «juancarlismo». Es una puntualización que el monarca recoge en Reconciliación: «La Corona de mi hijo se asienta sobre una base institucional de la que yo soy el padre. El artículo 57.1 de la Constitución es claro: “La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica”. No descansa sobre varias generaciones de monarcas constitucionales; descansa enteramente sobre mí». Por eso, al excluirle, teme que la Casa Real debilite la Monarquía. Del mismo modo, desde su mirada democrática, lanza un recordatorio: «Atacándome, no es a mi persona a la que se golpea, pues en el fondo desde ahora soy poca cosa, sino a la institución de la Corona».
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