Medio siglo de Monarquía parlamentaria

Mirar al futuro, 50 años después

Se nos pide de nuevo situarnos en un bando: el de los que ven el vaso más lleno que vacío y el de los que solo ven aguas turbias

Juan Carlos I y Felipe VI, dos monarcas distintos pero vistos como adecuados a la España de sus reinados
Juan Carlos I y Felipe VI, dos monarcas distintos pero vistos como adecuados a la España de sus reinadosEuropa Press

Esta es una semana de aniversarios en la que utilizar la palabra «histórico» no es excesivo, sino correcto. Dos hechos que han marcado nuestra historia y cambiaron su rumbo: la muerte de Franco –y con ella el fin de la dictadura– y la restauración de la Monarquía con Juan Carlos I.

Hace cincuenta años, la mayoría de los españoles miraban hacia el futuro; lo hacían con esperanza, preguntándose, intrigados, cómo se desarrollarían los acontecimientos, cómo cambiarían sus vidas. Seguro que muchos con miedo, y otros admitiendo, a regañadientes, que ya eran parte del pasado.

En este aniversario, todo apunta a que, en 2025, cinco décadas después, miramos más al pasado de lo que lo hacíamos en 1975. Lo revisamos más y también nos lo reprochamos. Parece que algunos quisieran volver a aquella semana de noviembre para ajustar cuentas y advertir a los que en ese momento miraban hacia delante que la reconciliación y el consenso serían complicidad con el franquismo.

Hace unos años todavía se podían leer crónicas, escuchar debates y análisis que recordaban que España había sido un ejemplo de transición a la democracia, de generosidad entre quienes la hicieron posible, con figuras políticas a la altura de las circunstancias, que dieron lo mejor de sí y, por supuesto, cometieron errores; la mayoría creyendo buscar el bien común.

No sé cuántos ciudadanos tienen presente este aniversario ni a cuántos de ellos les da una pereza inmensa enfrentarse a días de entrevistas, artículos, debates televisivos o publicaciones en redes sociales. Porque, cincuenta años después, nos piden de nuevo situarnos en un bando: el de los que ven el vaso más lleno que vacío y el de los que solo ven aguas turbias; los que ponen en la balanza décadas de prosperidad y avances sociales, o los que ven a los herederos franquistas escondidos tras una toga, las siglas de un partido o de un medio de comunicación.

Esta liquidación de agravios en la que se ha convertido nuestro presente es realmente agotadora. La historia no se puede ni se debe olvidar, pero manosearla a diario tampoco significa que estemos aprendiendo algo de ella.

Hay quienes miramos al futuro porque queremos más de este país, porque reconocemos todo lo que hemos progresado, pero también los desequilibrios y los peligros a los que nos enfrentamos. Muchos estamos más preocupados por resolver nuestro presente y el de nuestros hijos y por sentar las bases para el país que queremos ser dentro de otros cincuenta años. No negamos el papel fundamental del Rey Juan Carlos en la llegada a la democracia y la modernización de nuestro país, y también podemos ser críticos con el final de su reinado o sus más que inoportunas memorias. Algunos creemos que, directa e indirectamente, ha dado pie a una nueva etapa en la Monarquía española con Felipe VI, quien ha aprendido de sus errores y de sus aciertos, y cuya figura genera confianza, encarnando valores y actitudes que ya nos gustaría ver en muchos miembros de la clase política actual.

Hace unos años, Cayetana Álvarez de Toledo afirmaba que el Rey encarnaba en España los valores republicanos como la libertad, la igualdad y la fraternidad. Una afirmación que comparto y que muchos no monárquicos, pero sí defensores del actual Rey, también hacen. ¿Por qué? Porque hoy su figura representa mejor que nadie la España democrática y constitucional: por su esfuerzo por trabajar por la neutralidad institucional, por aportar serenidad y firmeza cuando se ha necesitado y por recordar, en gran parte de sus discursos, la necesidad de analizar errores para subsanarlos y de trabajar en conjunto para resolverlos. Con ello, el Rey no deja de insistir en el concepto de «buena gobernanza», en el que las administraciones trabajen de forma efectiva y generosa por el bien común.

¿Y no es acaso eso lo que muchos pedimos a nuestra clase política? ¿Y no es eso lo que queremos para nuestro país quienes miramos hacia su futuro?

Felipe VI y Leonor no desaprovechan la oportunidad de poner en valor la diversidad cultural y lingüística de nuestro país, y también todos los lazos que nos unen. Todas las naciones tienen sus claros y sus oscuros, pero cuesta reconocer en alguna que esté continuamente volviendo al pasado para buscar a sus culpables en el presente. Desgraciadamente, es esa agua turbia la que el nacionalismo ha logrado extender al resto de nuestro país y a otras fuerzas políticas. Nos hablan del pasado para sostener o incluso inventar argumentos según los cuales somos una nación fallida, inventada y opresora, y que nada en el presente puede cambiarlo.

Dentro de cincuenta años, cuando otros miren atrás, ojalá encuentren un país que supo avanzar pese a las cicatrices de su pasado. Ese sería, quizá, el mejor homenaje a quienes miraban al futuro en aquella semana de noviembre de 1975.