Opinión

El perejil de todas las salsas

Desde hace décadas, el PNV practica una disciplina poco común: la administración del poder en su grado más concentrado

El presidente del EBB del PNV, Aitor Esteban, afirma que no se "amedrentarán" con el "caso Cerdán"
El presidente del EBB del PNV, Aitor Esteban, afirma que no se "amedrentarán" con el "caso Cerdán" Europa Press

El informe difundido esta semana por la UCO introdujo un detalle mínimo que, a pesar de su tamaño, tenía la capacidad de alterar la forma misma del documento. Una anotación referente al PNV en el asunto de un nombramiento técnico apareció como un trazo inocente que, sin embargo, muestra hasta qué punto los jeltzales han refinado esa forma tan suya de ser el perejil de todas las salsas.

Desde hace décadas, el partido vasco practica una disciplina poco común: la administración del poder en su grado más concentrado. No necesita amplitud ni ruido. Le basta con identificar el punto en el que una pieza ejerce más fuerza que todas las demás. Esa precisión convierte cada intervención en una operación quirúrgica. No impone una agenda política, sino que desplaza su eje. Tampoco busca ocupar espacios centrales; se ha especializado en inclinar esos espacios, siempre en su favor, claro. Y es, en esta forma de estar, en esta economía del gesto, en donde radica su fuerza, que no se mide por extensión, sino por densidad.

Por eso, la anotación del informe de esta semana no puede desentonar ni llevar a sorpresa. No expresa más que una prolongada línea de continuidad en la relación entre gobiernos necesitados de apoyos y partidos con el oficio de paseante del poder que tiene el PNV. Un oficio que, además, se aprovecha de un fenómeno constante: la tentación de los distintos partidos con aspiraciones de gobernar, de conceder y ceder a los de Sabino Arana todo cuanto pidan, convencidos de que cada concesión comprará tranquilidad. Esa tentación actúa como una fuerza estructural de la vida pública española. Y el partido vasco, con su costumbre de trabajar en el punto exacto donde la urgencia modifica la prudencia, se beneficia siempre.

Los dirigentes que se ven a sí mismos como arquitectos de mayorías –o que usan ese concepto para esconder sus propias vaciedades– suelen sentirse satisfechos ante cualquier acuerdo que evite un sobresalto. Y si es con el nacionalismo vasco, miel sobre hojuelas, porque la mayoría será, entonces, transversal, y ¿para qué queremos más?

Sin embargo, esa satisfacción ufana y bufa, opera como una venda voluntaria sobre los detalles que entregan. Lo hacen con convicción, creyendo haber alcanzado una solución pragmática, sin advertir –o lo advierten demasiado tarde– que su convicción no era más que la sábana con la que escondían su entreguismo. Esa mezcla de buena conciencia y prisas éticas e intelectuales, genera un clima especialmente favorable para quien domina los tiempos lentos del Estado. El PNV ha perfeccionado el arte de aprovechar ese clima sin alterar su pulso ni su ritmo.

La escena del informe reflejaba esa maestría sin necesidad de subrayarla. El partido aparecía en el lugar preciso, el lugar donde una frase manuscrita puede orientar la posición de una institución sin que nadie sienta la necesidad de interrogar su origen. No interviene en la superficie visible del poder; interviene en la zona donde se fijan las rectas que lo sostienen. Allí, las decisiones dependen menos del debate público que de la arquitectura íntima de los procedimientos. Y quien controla esa arquitectura controla más de lo que cualquier ministerio podría ofrecer.

España mantiene, desde hace mucho, una relación peculiar con su propia estructura institucional. El país dedica enormes energías a discutir el paisaje exterior de la política mientras deja abiertas infinidad de cavidades donde se acumula una forma distinta de autoridad. En esas cavidades se alojan rutinas, inercias, hábitos. Son espacios que rara vez se nombran, aunque determinan el curso de cuestiones decisivas. El partido vasco, más atento a esas zonas que a las escenas visibles, ha logrado convertirlas en el principal terreno de su influencia: un asiento en la SEPI, algo en el INE, otro algo en el Banco de España y lo que haiga.

A partir de ahí, la lógica se desplaza. Ya no se trata solo de ocupar posiciones. Las decisiones pequeñas, casi administrativas, fijan el ritmo con el que una institución reacciona, qué ventanas abre y cuáles deja cerradas. Esa microfísica del poder, que suele pasar inadvertida, marca el rumbo, a menudo, más que cualquier debate. El PNV sabe operar en ese espacio porque entiende que la estabilidad de un país –su permanente moneda de cambio–no se juega donde se mira, sino donde casi nadie mira.

El cierre del informe dejaba una impresión difícil de ignorar. Entre nombres, fechas y procedimientos aparecía la certeza de que el partido vasco continúa ocupando el espacio donde se fijan las coordenadas. No lo ocupa con ambiciones grandilocuentes ni con voluntad de dominio frontal. Lo ocupa porque ha comprendido que el Estado deja un resquicio libre para quien sabe trabajar en silencio y con la paciencia que otros ya no tienen. El PNV tiene la convicción –de ahí lo arriesgado de un pacto– de que la vida política de España avanza, demasiadas veces, por los huecos que unos ignoran y otros aprovechan.