50 años del 20-N
Un periodista, un espía y una exclusiva: así se cocinó la primicia de la muerte de Franco
La primicia de que el dictador había muerto en La Paz fue posible gracias al olfato de unos periodistas y a la mejor de las fuentes posibles: la garganta profunda estaba dentro de los servicios de inteligencia
Hay que tener valor para reventarle una exclusiva a Franco. Sobre todo si la primicia es, ni más ni menos, que acaba de morir. Para lograrlo van a hacer falta un reportero con olfato, un redactor con sangre fría, un director con mucha mano izquierda y, por supuesto, una garganta profunda. Espía, para más señas.
Esta es la historia que se esconde detrás de la mayor exclusiva del Franquismo, que arranca con una veintena de periodistas montando guardia, entre partidas de güija y timbas de mus, en el hall del hospital La Paz de Madrid, donde Franco agoniza. Y que tiene a cuatro espías dando cabezadas, con un ojo abierto y otro cerrado, en los sillones de la sede del SECED (hoy CNI), en el Paseo de la Castellana, 5.
Hasta que el timbrazo de un teléfono interrumpe su duermevela pasadas las cuatro y media de la madrugada.
“Juan, tenemos noticias de que ya ha ocurrido, y lo vamos a publicar”, afirma una voz al otro lado de la línea. Un segundo de silencio. Dos. Tres. “Por ahí van los tiros”, es la respuesta. Poco después, a las 4:58 de la mañana, la agencia de noticias Europa Press enviará su teletipo más famoso con un escueto mensaje precedido de unas campanillas: “Franco ha muerto. Franco ha muerto. Franco ha muerto”.
Quien ha cogido el teléfono es Juan de Peñaranda, la garganta profunda de esta historia, comandante del Sector Político del Servicio Central de Documentación (SECED) y figura clave en las maniobras de los agentes de inteligencia para llevar a buen puerto la Transición. Quien ha contactado con él es Antonio Herrera Losada, director de Europa Press con mucha mano izquierda para manejar a las fuentes. Y en medio de la cadena, un reportero con olfato y un redactor con sangre fría.
El primero es Mariano González, el periodista de Europa Press al que unos días antes su agencia había enviado a La Paz en el turno de noche, el que nadie quería. “Llegué a La Paz con muy poco bagaje profesional pero consciente de que sería muy difícil dar la exclusiva de la muerte de Franco. Se le tenía un respeto reverencial y nadie pensaba que una agencia privada podía dar la exclusiva de la muerte”, recuerda 50 años después.
“Mi misión, como la del resto de compañeros, era estar pendiente de los partes médicos y de la entrada y salida de personalidades. Se sabía que Franco, que había ingresado en una situación irreversible el 7 de noviembre, ya no iba a salir”, explica.
Jugar a la cartas... y a la güija
Los periodistas –“no éramos más de una veintena, muchos de ellos técnicos de radio y de televisión”- se reunían en el vestíbulo, que tenía tres entradas: una daba al auditorio, otra al ascensor por donde pasaban las visitas y otra al despacho de la policía. “La mayor parte de ellos echaba partidas de cartas, otros sesteaban y algunos jugaban a la güija moviendo un vaso e intentando adivinar quién sería el próximo presidente del Gobierno. Se había puesto de moda. Pero a mí no me gustaba ese juego y me dedicaba a pasear”, recuerda Mariano González.
Sin embargo, aquella noche, la del 19 al 20 de noviembre de 1975, ocurrió algo distinto. Y no tenía nada que ver con las ciencias ocultas.
“A las tres y media de la mañana me fui a dar un paseo por el hospital y se me unió un compañero, el periodista de la agencia Pyresa. De pronto, vimos un coche con una potencia de luz fuera de lo normal, azulado, que no parecía ser una ambulancia. Era el Dart Dodge del teniente general Jefe de la Casa Civil que regresaba dos horas después de haberse marchado. Pensé que aquello no era normal”, explica el reportero.
Cuando logró quedarse solo, González salió a la calle a llamar al redactor de noche de la agencia, Marcelino Martín, que le pidió que estuviera atento. El periodista volvió al vestíbulo a informar a sus compañeros de la llegada del coche oficial, pero ninguno de ellos pareció inmutarse. “Estaban absortos con sus cosas y no movieron ni una pestaña. ‘Perfecto, ya he hecho la buena obra del día’, pensé para mí”, recuerda.
Diez minutos después, González vuelve al mismo punto y ve entrar otro coche, esta vez el del teniente general jefe de la Casa Militar. Llama de nuevo a la redacción, ahora con una petición más concreta: “Hay que llamar al espía”.
“Nosotros teníamos un teléfono que había dejado Antonio Herrero, el de un militar que trabajaba en el SECED, pero no sabíamos que pertenecía a Peñaranda. Sí conocíamos el dispositivo que había creado el director de la agencia. El pacto era llamar solo cuando tuviéramos razones de peso para pensar que Franco ha muerto. Y el espía se limitaría a confirmar si era así o no”.
De hecho, Mariano González y Juan de Peñaranda no se conocieron ni supieron de la existencia el uno del otro hasta hace diez años, cuando este redactor les reunió a las puertas de las urgencias del hospital La Paz. Donde todo empezó. Donde todo terminó. Desde entonces han mantenido algún otro contacto. El agente de inteligencia, de 91 años, está ahora retirado de los focos.
"¡Tu agencia ha dicho que Franco ha muerto!"
Ante la segunda llamada desde La Paz, Marcelino Martín avisa al director de la agencia y se producen dos llamadas trascendentales para confirmar la noticia. Una es al sobrino rebelde de Franco, Nicolás Franco Pascual del Pobil. La otra, la más importante, al agente Peñaranda. Según la reconstrucción que hicieron hace unos años dos a este redactor dos de los cuatro espías presentes en aquella sala, la llamada de la agencia llegó unos minutos después de que a los propios agentes les hubieran confirmado la muerte de Franco. “Teníamos a gente nuestra en el hospital”, recordaba Peñaranda con sonrisa maliciosa, sin aclarar si el confidente tenía bata blanca o no.
Ya no hacen falta más comprobaciones. Desde la redacción de la agencia, Marcelino Martín hace acopio de sangre fría, redacta el teletipo y lo lanza al mundo mientras piensa en las consecuencias que tendría haber dado la puntilla antes de tiempo al dictador.
Al conocerse la noticia, en el hospital La Paz se desata la tormenta. “¿Tú eres el que ha dicho que Franco ha muerto?”, le espeta a gritos Manuel Alcalá, periodista del diario Informaciones. A González no le importaría que en ese momento se le tragara la tierra. “Lo que faltaba, ahora Marcelino se ha equivocado, porque yo no he dicho que se ha muerto…”, pensó. “¡Tu agencia ha dicho que se ha muerto, lo ha puesto tres veces en el teletipo!”, añadió.
En aquel momento, González respiró al saber que los cuatro eslabones de la cadena habían funcionado a la perfección. Escribir tres veces que Franco había muerto era la fórmula convenida para el teletipo. “Pues Manolo, Franco ha muerto”, le respondió González.
“Joder con el cabrón este de Europa Press”, comentará alguno de sus compañeros. El teletipo ha sorprendido a los médicos del dictador preparando su cadáver, al escultor Santiago de Santiago modelando su máscara mortuoria y al Gobierno cocinando el comunicado que el ministro de Información y Turismo, León Herrera, leerá una hora y siete minutos después en RNE. El instinto, la sangre fría, la mano izquierda y la garganta profunda han arruinado su gran exclusiva.