
Tribuna
Por una sala de garantías constitucionales en el Supremo
Permitiría cerrar el círculo de la tutela, dotando al TS de un papel doctrinal que hoy no ejerce plenamente y descargando al Constitucional

I. En 2007 el legislador afrontó, con cierto dramatismo, el colapso del Tribunal Constitucional. El recurso de amparo, concebido en 1978 como remedio excepcional, se había convertido en la puerta de entrada masiva de los ciudadanos a la jurisdicción constitucional.
El dato era elocuente: más del 95 % de los asuntos que ingresaban en el Tribunal correspondían a amparos; y de ellos, apenas un 3 o 5% superaban el filtro de admisión.
El resultado era un atasco que comprometía la función esencial del órgano: controlar la constitucionalidad de todas las leyes y resolver los conflictos entre poderes del Estado y territoriales.
La Ley Orgánica 6/2007 quiso cambiar el rumbo. Introdujo un nuevo requisito de admisión –la «especial trascendencia constitucional»– que objetivaba el recurso de amparo, alejándolo de su dimensión reparadora para centrarse en la función de fijar doctrina sobre los derechos fundamentales.
Como compensación, se amplió el incidente de nulidad de actuaciones, que pasaba a ser el remedio procesal idóneo para denunciar violaciones de derechos en la jurisdicción ordinaria antes de acudir al Tribunal Constitucional.
Dieciocho años después, el balance es complejo. El requisito de trascendencia constitucional se ha consolidado y ha permitido al Tribunal filtrar con mayor rigor. Pero el mecanismo compensatorio ha fracasado: el incidente de nulidad de actuaciones es, en la práctica, un trámite estéril.
Resulta ilusorio esperar que el mismo órgano que dictó una resolución reconozca, veinte días más tarde, que lesionó la Constitución al interpretarla. La consecuencia es que la tutela de los derechos fundamentales sigue dependiendo del acceso al Tribunal Constitucional, cuya sobrecarga persiste.
II. El propio Tribunal, consciente de esta deficiencia, ha admitido más asuntos de los que la reforma de 2007 pretendía. Una cierta «culpa institucional» –temor a ser percibido como órgano que cierra el paso a la justicia constitucional– ha llevado a estirar el criterio de admisión, debilitando la función selectiva de la especial trascendencia constitucional.
De ahí que la congestión nunca se haya disipado del todo, pese a los formularios estandarizados de demanda o a los planes de choque periódicos.
La realidad es que seguimos concibiendo el amparo como una suerte de tercera instancia, lo que impide al Tribunal Constitucional concentrarse en su tarea principal: ser el garante último de la Constitución. La pregunta inevitable es cómo aliviar esta tensión sin sacrificar la tutela de los derechos.
III. La respuesta pasa por redistribuir competencias. Si el incidente de nulidad de actuaciones no cumple su función, debe ser sustituido por un mecanismo más eficaz: un recurso específico de garantías constitucionales ante una sala especial del Supremo. Se trataría de un «amparo judicial», intermedio entre la vía ordinaria y el acceso al Tribunal Constitucional.
El esquema sería el siguiente. El ciudadano, tras agotar los recursos previstos en cada orden jurisdiccional, podría acudir a la sala de garantías constitucionales del Supremo para denunciar la lesión de un derecho fundamental.
Esta sala estaría especializada en la materia, con intervención obligatoria del Ministerio Fiscal, y resolvería con vocación de generar una jurisprudencia estable sobre los derechos fundamentales en el ámbito judicial.
Solo si el recurso se inadmitiera o desestimara cabría plantear un amparo ante el Constitucional, y ello únicamente cuando concurriera la especial trascendencia constitucional.
De este modo, todos los casos sin trascendencia constitucional habrían recibido ya una respuesta cualificada por parte del Tribunal Supremo.
El ciudadano no quedaría desamparado, y el Constitucional podría centrarse en los asuntos que realmente afectan a la interpretación y unidad de la Norma Fundamental.
IV. Se ha sugerido extender este modelo a los Tribunales Superiores de Justicia de las comunidades autónomas, creando salas de garantías en cada uno de ellos. Pero esta opción presenta riesgos: en algunos territorios apenas habría litigiosidad, lo que generaría desigualdades; y la posibilidad de un posterior recurso al Supremo alargaría en exceso los procedimientos.
Por eso, lo más conveniente es concentrar en el Tribunal Supremo la función de garante judicial de los derechos fundamentales frente a todas las resoluciones jurisdiccionales, reservando el acceso al Constitucional solo para revisar las del propio Supremo.
Otra cuestión es la configuración institucional de la Sala. Podría pensarse en la actual Sala del artículo 61 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que ya actúa de modo colegiado y reforzado en determinados supuestos.
Sin embargo, la importancia de la materia aconseja crear una nueva sala de garantías constitucionales en pie de igualdad con las demás, con magistrados especializados y dedicación exclusiva.
V. Lo esencial, más allá de detalles técnicos, es consolidar la subsidiariedad. El amparo constitucional no puede seguir siendo visto como recurso ordinario.
La protección de los derechos fundamentales debe descansar en primera línea en los jueces y tribunales ordinarios, y de manera reforzada en el Tribunal Supremo. Solo los casos con auténtica trascendencia para el sistema deben llegar al Constitucional.
Así funciona el certiorari en Estados Unidos: la discrecionalidad en la admisión convive con una tutela eficaz porque la jurisdicción ordinaria es sólida y confiable.
Ese es el horizonte al que debemos dirigirnos: un Tribunal Constitucional concentrado en la misión más específica; un Tribunal Supremo fortalecido como garante ordinario de los derechos fundamentales; y, asimismo, unos ciudadanos que encuentran en ambos niveles –sin dilaciones ni trámites inútiles– una justicia constitucional efectiva.
VI. El sistema actual ha permitido la supervivencia del Tribunal Constitucional, pero no ha resuelto el problema de fondo.
El incidente de nulidad de actuaciones es un cauce inservible, incapaz de ofrecer una protección real.
Ha llegado el momento de pensar en una innovación institucional de mayor calado: la creación de una sala de garantías constitucionales en el Supremo.
Esa sala permitiría cerrar el círculo de la tutela, dotando al Supremo de un papel doctrinal que hoy no ejerce plenamente y descargando al Constitucional de una función de «revisor universal» que nunca le correspondió. Con ello ganaríamos en eficacia, en coherencia y también en credibilidad del sistema.
El Tribunal Constitucional conservaría su lugar como intérprete supremo de la Constitución; el Supremo, reforzado, se convertiría en garante inmediato de los derechos; y los ciudadanos tendrían a su disposición un recurso eficaz y especializado.
Pedro J. Tenorio Sánchez es catedrático de Derecho Constitucional de la UNED y exletrado del Tribunal Constitucional
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