Juan Ignacio Wert
Vacaciones de verano
Aquella clase media española, hoy casi destruida, digiere mal sufragar un descanso de los políticos tan lejano al que puede procurarse
Pocos países explican su devenir sociológico a través de las vacaciones de verano mejor que España. El llamado «veraneo» es uno de los iconos de la etapa conocida como «desarrollismo», esa fase en la que la dictadura franquista, echando mano no pocas veces de añagazas al alcance solo de regímenes autoritarios, consiguió cimentar una clase media que pudo distraer su falta de libertad con goces materiales inalcanzables durante las décadas anteriores, caracterizadas por el desgarro de la contienda civil y la penuria de la inmediata postguerra.
Quedaría institucionalizado entonces un mes completo de vacaciones estivales para el común de los asalariados. Vacaciones pagadas. De niños nos sonaba a poder pasar a la empresa el ticket del cinco estrellas. Generalmente en agosto, por más que suela ser un mes meteorológicamente más llevadero para trabajar que julio. (No ha sido, ciertamente, el caso de este año).
Empresas privadas y toda la administración pública, e incluso los medios de comunicación, contribuían a construir esa imagen de país que echaba el cerrojo durante 31 días. Los que sí tenían que trabajar porque vivían, precisamente, de las hordas de turistas, «hacían el agosto».
Aquello fue evolucionando con el paso de las décadas. Se tendió a la quincena en vez de al mes. A diversificar destinos en vez de plantarse en el mismo sitio durante todo el descanso. A guardar los días libres según convenio para disfrutar de escapadas en otras hojas del calendario. Luego vino la crisis de 2008, que apretó el cinturón colectivo.
Los locos años veinte que habrían de suceder a la pandemia se tradujeron en una escalada de precios infinita derivada de un potente cóctel geopolítico. De modo que la idea del veraneo se fue diluyendo hasta quedar reducida a un recuerdo del landismo almacenado en el archivo de FlixOlé.
Este año cunde la impresión de haber avanzado una zancada más. En Madrid, ha sido terminar el (mal llamado) puente de agosto y percibir la sensación de que todo ha vuelto a la normalidad.
Es posible que resida aquí buena parte de la explicación sobre por qué las vacaciones de los políticos han sido objeto de tanto comentario este verano, más allá del bochorno del oficialismo queriendo hacer asunto de estado del chascarrillo intrascendente de Alberto Núñez Feijóo.
Quizá cunda la idea de que, en este tipo de cargos públicos, la disminución de la idea del veraneo no ha sido proporcional a la del común de ciudadanos que las financian con sus impuestos.
Sin embargo, el debate debe plantearse en sus justos términos.
Sí, hay mucho de esa pose de jefe de estado que Pedro Sánchez lleva siete años ofreciendo en su aparatosa (y demasiado prolongada) estancia en La Mareta. Es lógico que se fiscalice el coste. Pero es deseable que el jefe del Ejecutivo se tome unos días de descanso para poder afrontar mejor su trabajo.
Debido al dispositivo de seguridad que debe rodearle, es perfectamente lógico elegir una residencia de Patrimonio Nacional, aunque resulta debatible si tan ostentosa. La presencia de familiares o amigos, señalada por algunos medios, tampoco merece reseña.
Un presidente del Gobierno tiene derecho a compartir esos días con su círculo de personas más próximas. Solo desde un sectarismo muy extremo se puede contemplar como viable que sea el matrimonio Sánchez-Gómez el que se desplace a visitarlos en vez de al revés.
Las vacaciones de los dirigentes han dado lugar a polémicas de corto recorrido. Alfonso Guerra alegó, para defender a su no muy querido Miguel Boyer por sus veraneos marbellís, que ser socialista no equivalía a pasar agosto bebiendo del botijo con un pañuelo de cuatro nudos en la cabeza.
Pero lo de 2025 está siendo distinto. Aquello que una vez conocimos como clase media española, hoy casi completamente destruida, digiere mal sufragar un descanso tan lejano al que puede procurarse para sí misma.
Sánchez, al que tanto gusta usar la palabra «empatía», dio síntomas de no ser consciente de la nueva normalidad veraniega de sus compatriotas cuando hizo el balance de cierre de curso. Sacó pecho por la recaudación récord del turismo sin reparar en que esta se explica por la llegada de extranjeros con mejores sueldos, a los que el sector español ha ajustado sus tarifas, ya inalcanzables para el grueso de nacionales.
Por eso, de repente, ahora los mismos socialistas que se rasgaban las vestiduras por el chiste de Feijóo («¡el descanso es imprescindible!») reprochan el bronceado de los «populares» de guardia.
Y el presidente, consciente ya de la magnitud del drama incendiario, tiene agenda diaria. Vacaciones, sí, pero menos. O sea, como todos los demás.
En ciertos sectores se muestran convencidos de que ya no habrá ocasión de cotejar este veraneo del presidente actual con otros futuros que vendrán. El año que viene, sin ir más lejos. Desde aquí preferimos un prudente «ya veremos».