Opinión
El sábado de Lomana: De zarzuelas, virus y la pereza como valor nacional
"Esta idea de que trabajar menos nos hace más felices, me recuerda a esa peligrosa corriente educativa donde ya no se suspende a los niños, no sea que se traumatice su ego"
Esta vuelta del verano se me está haciendo más cuesta arriba que subir en tacones la escalinata del Palacio Real. No me pregunten cómo ni por qué, pero ayer me desperté hecha un trapo: un catarro monumental, dolor de huesos como si me hubiera atropellado un carruaje del siglo XVIII y, para rematar, fiebre. Un auténtico latazo, como diría mi madre.
Supongo que después de tantos eventos, abrazos, brindis y besos al aire (que ya no protegen ni del mal de amores ni de los virus), era cuestión de tiempo. Pero bueno, dos días en cama, con caldito, Netflix y paracetamol, y como siempre confío en mi fortaleza—y en mis anticuerpos—saldré adelante. Me niego a ser una víctima de septiembre.
Y menos ahora, que la capital se viste de moda con la inminente Madrid Fashion Week. Una cita que para mí ya no tiene sorpresas, pero donde hay que estar, porque la moda, además de frivolidad, es industria, cultura y trabajo de muchos amigos que presentan sus colecciones con una ilusión que contagia más que mi virus.
El día 18, como muchos sabrán, Carolina Herrera New York presenta en plena Plaza Mayor. Todo el mundo anda revolucionado con este evento, como si fuese el regreso de la reina María Antonieta a Versalles. Promete ser fabuloso, aunque confieso que va a ser difícil superar la maravilla que vivimos hace unos días en el Palacio de Liria con la colección de Inés Domecq y su firma IQ. Aquello fue un sueño: orquesta en directo, retazos de zarzuela que parecían salidos de la pluma de Barbieri, mesas inspiradas en Goya y una cena deliciosa que haría palidecer a cualquier chef con estrella Michelin. Estábamos todos: la crème de la crème de Madrid. Elegancia sin afectación, arte sin pretensiones. Como diría Billy Wilder: nadie es perfecto, pero esa noche rozamos la perfección.
Y sin embargo, mientras la alta costura se esfuerza por mantener vivos el detalle, el trabajo minucioso y la excelencia, en otros sectores parece que la palabra esfuerzo está pasada de moda. La ministra Yolanda Díaz no ha logrado sacar adelante su proyecto para reducir la jornada laboral, una medida que suena muy bien en la teoría pero que, en la práctica, parece más un guiño al dolce far niente que un verdadero impulso al tejido productivo. Porque una cosa es la conciliación y otra muy distinta es incentivar la pereza como si fuese un valor patriótico.
Esta idea de que trabajar menos nos hace más felices, me recuerda a esa peligrosa corriente educativa donde ya no se suspende a los niños, no sea que se traumatice su ego. ¿Pero qué futuro estamos construyendo? ¿Una sociedad de adultos infantilizados que creen que el mérito no importa? Lo preocupante no es que los niños no suspendan, sino que no aprendan el valor de levantarse cuando caen. Que no descubran que detrás de cada éxito hay noches sin dormir, errores, dudas, trabajo y, sobre todo, constancia. Si seguimos así, acabaremos criando generaciones que no sabrán ni coser un botón, pero exigirán ser CEO de una multinacional a los 23.
Por eso me parece fascinante la última película de Alejandro Amenábar, que se atreve a insinuar algo tan provocador como que Cervantes pudo haber sido homosexual. Una licencia artística, quizás, pero muy en línea con los tiempos: deconstruir a los héroes clásicos para hacerlos más "cercanos". ¿Y por qué no? A estas alturas del siglo XXI, lo que me parecería realmente escandaloso es que alguien se ofendiera por ello. Cervantes, con su genio inmortal, estaría más allá de etiquetas y banderas. Y tal vez, solo tal vez, hoy le parecería más escandaloso que se premie la mediocridad que el hecho de haber amado a quien le diera la gana.