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La Razón
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Difícil es la situación de Estados Unidos y Asia. Europa es, geográficamente, un fragmento de Asia, como Estados Unidos son un fragmento de América. Pero Europa y Estados Unidos son parte de la misma cultura, y esta cultura se ha involucrado en Asia desde tiempos que podemos ya llamar antiguos. A través de Portugal y España, primero, de Francia, Holanda e Inglaterra después, de Estados Unidos –digamos América, como ellos dicen, se acaba antes– desde los tiempos en que el comodoro Perry abrió el camino a la occidentalización del Japón. Ha habido muchas idas y venidas en esa historia. Primero era una historia en que Occidente daba y Asia recibía: y se conserva allí su fuerte huella. En la política: la democracia de Japón, Corea del Sur, Taiwán, Singapur, Indonesia, Camboya, Tailandia, India, Pakistán, Sri Lanka, Bangla Desh, Nepal, en circunstancias con frecuencia borrascosas. En tantos otros rasgos que perduran. Habría que añadir, por cierto, las repúblicas ex-soviéticas de Asia Central. Luego ha habido retrocesos, por causa del comunismo (China, Corea del Norte, Vietnam, sobre todo) o del islamismo (Irán sobre todo). Sobrevuelo el detalle, pero el caso es que el poder de Occidente y de los herederos que dejó al marcharse, comenzó a marchitarse desde la derrota de Chang Kai Chek en China en 1949: la República de China se refugió en Taiwán. Una herida para Estados Unidos, quedó en el aire la pregunta que muchos se hacían, aquello de «who lost China?» o sea «¿quién perdió a China? (muchos respondían que el general Marshall, enviado por Truman a China y luego Secretario de Estado). Bien, dejando la historia de las antiguas posesiones de Francia y Holanda, vino la derrota de Estados Unidos en Vietnam. Es el telón de fondo de lo que ahora acontece.

Y lo que ahora acontece es que los americanos, bajo los presidentes Bush padre e hijo, ocuparon Iraq y Afganistán por causas bien conocidas. Simplifico. De un lado, el padre reaccionaba ante el dictador de Iraq, Saddam Hussein, que había ocupado Kuwait, y el hijo ante el mismo, que era un peligro público para su pueblo y los vecinos. Pero también, y sobre todo, contra los talibán que estaban detrás de la horrible acción terrorista contra las torres gemelas de Nueva York y contra su centro de poder en Afganistán. No terminó ni una ni otra guerra, las ha heredado Obama. Y se ha encontrado con dos naciones reconstruidas, siquiera parcialmente, a la manera occidental, con regímenes democráticos. Y con ejércitos locales instruidos por los americanos, para ayudarlos, primero, y defenderse ellos solos, después. Pero se ha encontrado, también, con los talibán terroristas. ¿Qué hacer? ¿Dejar perderse la obra, dejar que avance esa nueva ola detestable? Ha decidido poner plazo a la retirada. Y como Afganistán está hasta cierto punto estabilizado ha decidido abandonar primero este país. Por mejor decir, la retirada estaba anunciada desde antes, pero ha llegado en julio. Es un problema grave, hay la memoria del Vietnam y el peligro de que toda la obra se hunda, de que Iraq y Afganistán sean una nueva presa del fanatismo islámico, como Vietnam lo fue el comunismo. A nadie gusta esta perspectiva. Y los generales americanos la creen prematura, igual los de las nuevas fuerzas indígenas. Pero, de otra parte, está la presión de los medios de comunicación y de la nueva mentalidad blanda que se ha instalado en nuestro mundo, primero en Europa, quizá más en España. Pero la mentalidad blanda pierde las guerras, así la del Vietnam, y las guerras perdidas fomentan la mentalidad blanda. Y ésta presiona a los gobiernos.

Claro que la retirada americana no es la de Zapatero, la de «ahí queda eso» o «apaga y vámonos». Deja naciones en reconstrucción, con gobiernos y ejércitos. Pero aun así. Porque es terrible el recuerdo y es terrible la dureza de los fanatismos. La guerra del Vietnam no la perdió el Ejército americano, que enderezó la situación de derrota dejada por los franceses, que no perdió la guerra. Se perdió en la retaguardia. ¿Recuerdan las etapas? Tras Johnson y Nixon, el campo quedaba abierto para las ofensivas derrotistas. Johnson ya no era presidente, ni tampoco Nixon, separado del poder mediante una campaña basada en un incidente que, de no haber sido utilizado como arma, habría quedado olvidado. El campo estaba libre. Y los estudiantes que no querían ir a la guerra, cosa bien comprensible, organizaron campañas. Les secundaron la prensa, radio y televisión, que ponían los muertos en las salas de estar americanas. Y el partido demócrata – que había declarado esta guerra – entró en campaña: no quería defraudar al pensamiento «blando», no quería perder futuras elecciones. Hizo que cayera Nixon, hizo que se firmara una paz por la que el ejército americano se retiraba y dejaba un gobierno amigo, cierto que muy atacado, y un Ejército local instruido por los americanos. Faltaba el golpe de gracia: el Congreso, por obra de los demócratas, negó el dinero para armar a ese ejército. Sólo quedaba el final, el de la foto de los americanos trepando por la escala del helicóptero de escape. Éste es el terrible problema de Obama, que ha hecho promesas y que pertenece al partido demócrata. ¿Tendrá razón, resistirá el ejército indígena que los americanos han formado, no se hundirá con las campañas de propaganda y la negativa de fondos? Ojalá. ¿O seguirá la retirada de América, de Europa, del mundo occidental y democrático? Es un momento importante.