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Una piedra de amor por Marta Robles

La Razón
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Dicen que el sentimiento de desamor, el de ruptura, se parece mucho a la muerte; pero, ¿a qué muerte? Porque igual que hay desamores suaves que duelen, sí, pero que dejan la estela de un recuerdo hermoso, hay muertes dulces que tienen menos sabor a tragedia. Sin embargo, hay otros desamores en los que habitan el odio y la venganza, que se agitan entre la humillación y el despecho y que llevan escritos en ellos el puro drama que tantas veces acompaña a la ruptura. Son desamores que nunca fueron amores verdaderos (porque el verdadero amor no humilla ni traiciona, ni causa dolor) aunque a veces, por esos caprichos de la naturaleza, engendren hijos. Hijos que no son. O que lo son sólo de la pura carne y la pura sangre, pero jamás del amor. Ruth y José Ortíz, que no Bretón, nacieron del amor de su madre, pero sin padre. Ese hombre que se vació en su madre y luego rellenó un formulario jamás lo fue. Y quizás ni siquiera lo pretendió. Sólo quería poseer a su madre, robarle la dignidad y hasta el alma. Y lo consiguió al arrebatarle a sus hijos. Que no le pidan a ella ahora que escriba un apellido paterno en la lápida de los desaparecidos, ni que coloque en la losa que cubre sus breves restos hallados, el nombre de su verdugo. Que la dejen a solas con sus pequeños y con su llanto ya sosegado. Que le eviten el recuerdo de la tragedia. Que le permitan, al menos, que cada vez que vaya a visitar a sus niños, no tenga que volver a rememorar los infinitos momentos de desesperación. Que le eviten, en definitiva, que en esa piedra de amor haya siquiera un ápice de José Bretón.